domingo, 22 de noviembre de 2009

martes, 20 de octubre de 2009

Quizás sea inevitable que caiga




Quizás sea inevitable que caiga.
Todos,


en algún momento,
caemos.
Es parte de la vida,
y sin embargo,
creo que por un giro de la suerte
o por un loco acaso


en medio de la caída pueda tener
un instante de libertad...


Es, quizás, inevitable que caiga.
Pero si me es dado un único deseo


sólo pido tener la fuerza suficiente
para inclinarme un poco,
acomodar mi cuerpo,
y caer a tu lado.
Aunque ya no pueda detenerme.


Quizás sea inevitable que caiga.
Y quizás me toque un abismo
fuera de todo espacio y tiempo.
Pero si pudiera elegir,
si tuviese ese segundo de libertad
me juego todo mi destino:
Te elijo.
Quiero caer contigo.

jueves, 6 de agosto de 2009

Es


Es un día soleado,
es el aliento mismo del viento.
Es quien desata mi mente,
con quien cobro vuelo.
Por él se agita mi alma,
baja a mí en él el cielo.
Es quien enciende mi piel,
quien conquista mi deseo.
Son suyas todas las voces,
el mismo fragor del trueno.
Suyo cada rayo de luz.
Es canela e incienso.
En él me he vuelto yo misma ,
reconozco mis palabras,
reencuentro mis sueños.
Todo de ternura tibia
arrulla mi sueño.
Suyas la fortaleza de la montaña,
la contundencia del hielo.
El calor mismo de las llamas
que me consumen.
Mi camino.
Mi regreso.

sábado, 18 de julio de 2009

Los platos de la abuela



No, no era exactamente que la sintiera fruto del fracaso. La casa que acababa de comprar tenía todo para que me llenara de orgullo: era la primera vez que compraba una propiedad sola, para mis hijos y para mí, y había logrado superar los miedos y las miserias –materiales y de las otras- en las que me había sumergido un divorcio demasiado doloroso. Era señal de haberme puesto de pie.
No, no era exactamente que me pareciera demasiado pequeña. No tenía ni las dimensiones ni las comodidades de la casa que había dejado, pero tampoco sus silencios ni sus mañas de casa vieja reciclada. Y esta parecía ajustarse mejor. Nos calzaba como ropa nueva hecha a medida. Era para nosotros.
Y no, no era exactamente que no me gustara. Era bella. Sencilla y bella. Paredes blancas, mucha madera… cálida. Eso decían todos los que entraban. Y que se me parecía. Así que tampoco era que no me identificara.
Sin embargo, algo faltaba. Cada mañana me sentaba en la cocina, frente a la ventana, diciéndome que la felicidad era poder disfrutar ese mate, viendo el sol sobre las hojas de las plantas (por no sé qué extraña asociación, siempre la felicidad se me representa como sol trasluciéndose en las hojas). Y cada fin de semana me afanaba por habitarla toda, como si usar todos los cuartos me ayudara a sentirla más mía. Pero algo faltaba.


Una mañana llegó mi papá con un regalo extraño, envuelto en papel de diario. Eran los platos de la abuela, esos dos platos feos que habían presidido desde siempre el patio de la casa donde me pasó mi familia. Esos platos que deben estar en las fotos de todos los cumpleaños familiares de mi infancia, y más también. Y en las de las navidades. Y en esas otras, las ocasionales, las porque sí. Bajo esos platos sucedió todo.


Y fue mágico. Fue poner los platos en la pared, y mi casa ya no era mi casa. Era mi hogar. Y lo habitaron los olores de los estofados de la abuela, y volvieron sus risas y sus berrinches, y sus bromas siempre subidas de tono, y sus dichos de vieja sabia. Y las voces subidas de las reuniones. Y los gritos de los chicos, hasta que el silencio preanunciaba el desastre. Ya no iba a necesitar habitar todos los cuartos. Ya no se sentían vacíos ni ajenos. Era mía, la poseía.


Antes de ayer, a la mañana, la pluma rebelde de un plumero loco decidió que ya había sido suficiente. Dos platos feos en la pared eran demasiado. Y con un golpe preciso, arrojó uno contra el piso. Lo vi caer. Fue en cámara lenta. Y no atiné a atajarlo. Ni me moví. Me detuve, simplemente, viéndolo. Incrédula. Fue el plumero, pero pareció un suicidio.
Mientras juntaba los pedazos, veía a mi hija viéndome. Sus ojos estaban llenos de compasión, como si intuyera que con el plato se habían desparramado por toda la cocina los trozos de mi infancia. Y una vez que los hube juntado todos, me afané durante media mañana en buscar qué colgar en el tornillo desnudo, para ocultar el vacío sobre la pared. Para disimular la soledad del plato sobreviviente. Para maquillar la cicatriz en la memoria.


Decidí que no. Que no voy a poner nada. Que quede el tornillo desnudo. Que quede el plato solitario de toda soledad. Este es mi hogar. Y en su herida está su historia.

jueves, 16 de julio de 2009

lunes, 22 de junio de 2009

La pregunta desconcertante

Viviana Taylor
Desde que recuerdo, siempre me desconcertó la pregunta sobre mi color preferido. Era peor que esa otra, la odiosa, sobre si quería más a mi papá o a mi mamá. Si me resultaba imposible elegir entre uno y otro, en el acotadísimo universo de dos, ¿cómo hubiese sido posible hacerlo en el infinito universo de colores, que se multiplicaban casi a diario para mi conocimiento?
Con la odiosa, salía del paso airosamente: “a los dos igual”. Hubiese sido complicado explicar que no podía medir mi amor, aunque sí podía describirlo. Y que a cada uno lo amaba de modo diferente, a cada uno según su manera, y a cada uno según mi manera. Que tampoco eran únicas.
Con la otra, la desconcertante, también salía del paso airosamente. “Rosa”, respondía mientras me interesaba sumarme a la fila de niñas aprobadas, y así me ganaba la consiguiente sonrisa. Respuesta que se transformó en “verde” durante ese período en que decidí vengarme, y pagar desconcierto con la misma moneda.

Pero lo cierto es que no tengo un color preferido, como nunca lo he tenido. Me encanta ese verde traslúcido de las hojas nuevas cuando las atraviesa el sol, y el cobrizo de los robles en otoño. Adoro el negro de mi vestido preferido, pero me siento increíble cuando uso ese otro, el amarillo limón, que hace ver más rojo el rojo subido de mi cabello, al que también adoro. Y me emociona el azul grisáceo de los ojos de mi hijo, y el chocolate del cabello de mi hija. Me alegran el naranja, y el turquesa de mi piloto, que me hacen ver menos pálida. Y mis manos blancas cuando hace frío. Me siento en casa donde me rodeo con los mismos tonos tierra con que he poblado la mía. Y con los tonos crudo de las carpetas que tejieron mis tías bisabuelas, a las que no conocí, pero viven en ellas.

No, no tengo un color preferido. Como no tengo un libro preferido. ¿Cómo elegir al primero que me dejó en vela toda la noche, antes que al primero que me hizo volar, o al primero que leí completo? ¿Cómo elegir entre el que me hizo mirar de modo diferente a la historia, por sobre el que me hizo revivirla? ¿Cómo preferir al que me enamoró y no al que me horrorizó? ¿Cómo gustar más del que repitió mis mismas obsesiones, del que me sorprendió con otras nuevas?

No, no tengo un color preferido. Ni un libro preferido. Como no tengo una película preferida ni una música preferida. Las ha habido que me han gustado, y con una vez han bastado. Y las ha habido áridas, que requirieron de más trabajo para que comenzaran a hacer nacer algo en mí, y sobre las que siempre vuelvo. Ha habido películas y música que me hicieron estallar el pecho de una forma en que pensé que era imposible que sucediera. Y las ha habido amables, dulces, tibias. Y bobas. ¡Gracias a Dios por todas esas películas y canciones bobas, de las que tanto he gozado!

No, no tengo un color preferido. Ni un libro. Ni una película o música. Ni siquiera un profesor o una materia preferidos. De todos he aprendido algo, aunque no siempre me gustó hacerlo. Y fueron tantos aquellos con los que disfruté el proceso… como son tantas las cosas interesantes sobre las que hay algo por leer, algo por saber, algo por discutir, un nuevo punto de vista por descubrir.

No, no tengo un color preferido. Ni un libro. Ni una película o música. Ni siquiera un profesor o una materia. Y todavía tiemblo cuando me lo preguntan, porque a mi edad, no poder responder, causa en los demás desconcierto. Y no hay nada tan incómodo como el desconcierto ajeno. A veces, creo que hasta podría prepararme unas respuestas para usar en caso de emergencia, algo así como un botiquín para ser usado en caso de preguntas incómodas. Pero no sería cierto.

Lo cierto es que preferir -por sobre todo lo demás- algo, reduciría mi mundo. Lo simplificaría. Lo volvería más controlable. Y menos interesante.
Mi mundo no es así. Mi mundo es caótico. Es incierto. Está lleno de paradojas y contradicciones. Mi mundo es desprolijo y despeinado.

“Eres lo que amas”, escuché hace poco, en una de esas películas amables que tanto disfruto. Y yo me pregunto, ¿cómo no amar tantos colores, tantos libros, tantas películas, tanta música, tantos profesores, tantas materias? ¿Cómo no amar, en toda su complejidad, este mundo loco, incontrolable, inabarcable, inconmensurable?

Ahí está mi respuesta. Yo amo este mundo, en el que hay lugar para cada cosa y su contraria. Así, tal como soy yo, cada cosa y su contraria.

viernes, 12 de junio de 2009

Un hombre ha muerto


Eran muchas las cosas en las que no coincidíamos. Sin embargo, durante muchos años, compartimos un proyecto que definió la carrera de ambos.

El tenía su estilo y yo el mío. Sin embargo, durante algún tiempo, él bromeaba con que haciendo de "policía malo y policía buena" armábamos un buen equipo.

El fruncía el ceño, y yo sonreía. El gritaba, y yo nunca alcé la voz. El perdía demasiado pronto la paciencia, y a mí me resultaba más fácil comprender. Sin embargo, tomando decisiones, muchas veces él ablandó mi mano cuando se puso dura.


Yo lo admiraba por su capacidad de gestión, su energía para generar proyectos, y su fuerza. El me respetaba, en mi persona y mi trabajo.

Extrañamente, solíamos coincidir en lo que había que hacer, aunque por distintas razones. No nos resultaba fácil ponernos de acuerdo, y tuvimos discusiones -y peleas- antológicas. Pero teníamos un código de respeto común, y confiábamos el uno en el otro... hasta que la confianza se quebró.


Como en todas las relaciones asimétricas y desparejas (sean amorosas, familiares, de amistad o profesionales, como era este el caso) los equilibrios se mantuvieron lábilmente ajustados mientras las circunstancias lo propiciaron. Y cuando las circunstancias ya no la favorecieron, la relación se resintió. Y el proyecto ya no fue común, ni el equipo volvió a ser el mismo.


En nuestra última charla le dije, simplemente, que me iba. Disimuló su sorpresa pero sus ojos se enrojecieron. Ofrecí permanecer en contacto para lo que fuera necesario, como si no pudiera hacerme a la idea de irme del todo, y él rechazó la oferta. "Podemos arreglarnos", dijo; y yo sabía que era cierto. Le estreché el hombro derecho y le dí un beso. La despedida fue en silencio.


Durante estos meses me rondó la idea de que íbamos a encontrarnos en algún lado, por esas cosas de la profesión que hacen que la gente se cruce, y más tranquilos íbamos a darnos la charla que nos debíamos.

Pero el martes supe que había muerto. Y estoy triste: por él, por su familia, por su proyecto -que también fue mi proyecto-, por el equipo del que alguna vez fui parte, y por el obligado silencio.

lunes, 18 de mayo de 2009

Lo inevitable. Variaciones sobre un tema.


LO INEVITABLE
Cuento



Fue de repente. Fue como si el tiempo se hubiera cortado, tal como se corta un elástico. Y yo ahí, tratando de aferrar los extremos que saltaban enloquecidos, esforzándome inútilmente por atarlos para lograr hacer pie y tomar una bocanada de aire. Pero no. Seguía ahí, sumergida. En esa nada.
Debo haberme ahogado en mi propia adrenalina porque en ese tiempo suspendido, todo (los gestos insignificantes, las palabras desatendidas, cada pequeña cosa olvidada) volvió con la fuerza de lo revelado. En ese tiempo suspendido, ningún hecho, por insignificante o azaroso que fuera, se me pasó desapercibido. Y ya no tuve qué preguntar, ni qué conocer, ni qué comprender. Todo estaba allí. Y yo, naufragando.
Con una certeza inédita, supe qué hacer, qué decir, qué esperar. Dejé de sentirme arrastrada hacia esa nada, y me volví roca. No creí que necesitara ser consolada. De todos modos, nunca creí necesitar lo que es imposible que sea dado. Hay cosas que sólo son una conquista.
Esa noche, extrañamente, dormí. Dormí como cuando no se teme. Dormí como cuando despertar no es un alivio.
Y en la mañana, frente a la puerta de la cocina, no la reconocí. Desorientada e incrédula, medí los pasos que sentí que debían atravesarla, pero no fueron suficientes. Todo parecía igual, pero se sentía ajeno. El espacio dilatado de un tiempo roto. Tal vez, una forma de locura. O de una recién inaugurada lucidez.
Sobre la mesada, una cacerola con lentejas en remojo desde la mañana anterior. Sobre las hornallas, berenjenas en una asadera. En el cesto de la ropa sucia, una muda con el olor de un cuerpo que ya no reconocería. Y ese hueco blando en el colchón frío. Extremos del elástico cortado. Extremos imposibles de anudar de un tiempo roto.
Y duché largamente un cuerpo que ya no habitaba. Y peiné sus cabellos. Y acomodé los senos en un corpiño para que el escote luciera bello. Y pinté sus labios y sus ojos. Y lo miré por primera vez en el espejo.
Y lo saqué a caminar por las mismas calles que tantas veces había recorrido. Y lo entibié en un sol que se traslucía en las hojas de los árboles. Y lo perfumé con el dulzor de los paraísos en las veredas. Y entonces lo pude sentir. Algo muy profundo, muy adentro, se estremecía. Pero no hubo llanto. No sé si fue angustia. Sospecho que, apenas, sorpresa.
Todavía lucho por asirme a los extremos del tiempo. Ya no saltan enloquecidos, y yo ya no naufrago. Me he sostenido en pie lo suficiente como para intentar atarlos. Cuando lo logre, tal vez, tenga un nudo al que aferrarme. Puede ser que, entonces, la vida comience de nuevo.





LO INEVITABLE
Poema en prosa



Como una tijera que sesga el tiempo, separando violentamente sus extremos elásticos, nos suspende en la nada. Nuestra cocina se nos vuelve ajena cuando no calculamos los pasos que la miden. La cama se agiganta cuando extendemos un brazo en la oscuridad y no alcanzamos el otro extremo. Las voces nos suenan lejanas. Los gestos repetidos se nos hacen nuevos.
Con precisión de bisturí y brutalidad de faca de tumbero, nos descarna. Con ojos vírgenes aprendemos a mirar un mundo que no reconocemos. Nuestros oídos sólo se acomodan al silencio. Las manos quieren, pero no se abren. La voz quiere, pero no encuentra palabras. Los labios quieren, pero no hay besos. Ni caricias. Ni lamento.
En la mañana, con un esfuerzo desconocido, levantamos de la cama el cuerpo que ya no habitamos. Nos sorprende la vida que late, el perfume primitivo del sexo. En la ducha lo exorcizamos de los olores más recónditos. Y acomodamos los senos para que el escote se vea bello. Y le colocamos máscara a las pestañas y brillo a los labios. Y lo vestimos con ropas que una vez nos pertenecieron. Y salimos a caminar con unos pasos que ya no son nuestros.

jueves, 14 de mayo de 2009

lunes, 11 de mayo de 2009

Casi un cuento para niños


ANASTASIO ANACLETO
Y JUANITO PEREZ


Viviana Taylor



Anastasio Anacleto llevaba su nombre como quien arrastra una pesada carga. Y es que no era fácil ni sencillo cargar con semejante nombre: así se habían llamado su padre, su abuelo, su bisabuelo... y quizás así había sido desde los comienzos de los tiempos, cuando alguna pobre primeriza trasnochada y con el gusto obnubilado por un largo y penoso parto, bautizó al primero de una larga estirpe. Luego, el paso del tiempo y de la fortuna, junto con el acopio de una riqueza quién sabe mediante qué artes lograda, convirtieron lo que fue defecto en virtud.
Juanito Perez llevaba su nombre como quien arrastra, atado a una soguita, el trencito que acompañó su infancia. Y es que era tan fácil y sencillo cargar con semejante nombre, casi compañero de anonimatos y seudónimos, tan hermanado con la pobreza que desde siempre había sellado a su familia, que en un último (o primero y fundante) acto de ascetismo, su apellido había perdido la tilde.

Anastasio Anacleto miraba pasar la vida frente a la ventana de su casa de altos. Bueno, miraba es una forma de decir, porque Anastasio Anacleto, en realidad, nunca miraba nada. Encerrado en su aburrimiento, en el vacío de quien ya no sabe qué esperar, en la desgracia absoluta de aquel a quien no le fue permitido aprender a desear, Anastasio Anacleto no era capaz de vivir.
Juanito Perez vivía calle abajo, en una casita donde apenas cabían sus cosas, que por cierto no eran muchas, y desde cuya puerta podía verse extender y subir la calle que terminaba frente a la casa de altos. Demasiado ocupado por las cosas de la vida, demasiado interesado en el estudio de las cosas de la inteligencia, demasiado atento a las necesidades de su gente -toda la gente-, demasiado preocupado por realizar bien su trabajo, lo atormentaba lo escaso del tiempo. Y, al fin de cada larga jornada, cuando las velas ya no ardían, la almohada de Juanito Perez lo esperaba preñada de tantos sueños que sólo era comparable con la de un adolescente.

Anastasio Anacleto tomaba su té a las cuatro en punto de la tarde. Una taza humeante y tres masitas que le alcanzaba con indiferente amabilidad –o con amable indiferencia, que casi, casi viene a ser lo mismo- su ama de llaves. Cinco minutos para beber la infusión, tres minutos para dar cuenta de cada masita, que jamás mojaba. Anastasio Anacleto sabía guardar los mejores modales aún en soledad. A las cuatro y cuarto volvía el ama de llaves y, sin cruzar siquiera una mirada, retiraba el servicio.
A media tarde, Juanito Perez apuraba su frugal merienda de pan con queso antes de seguir con el trabajo. A veces lo sorprendía una buena tajada de dulce de batata -su preferido-,y otras, unas cuantas galletas dulces recién horneadas. Con las manos no demasiado limpias, y mientras organizaba el resto de las labores del día, disfrazaba el hambre hasta la hora de la cena.

Anastasio Anacleto se sentaba muy derecho en el sillón mejor iluminado de la sala para leer a la tarde el diario de esa mañana, postergado por un ancestral insomnio que no le permitía dormirse hasta recién salido el sol. A las nueve de la noche en punto aparecía por la puerta grande el ama de llaves, a quien observaba -no sin cierta displicencia- preparar la mesa para uno y servirle, en orden, un tazón de caldo de pollo, su plato de carnes rojas o blancas con vegetales, y alguna fruta de estación. Obediente, Anastasio Anacleto daba cuenta de todos los manjares, sin mediar palabra alguna con su atenta servidora. Luego, volvía a su sillón, encendía la única pipa del día, y jugaba a mirar televisión. Era la señal para que el ama de llaves supiera que ya era hora de retirarse.
Juanito Perez terminaba con su trabajo del día y cruzaba casi corriendo la calle. Salían a su encuentro su primera novia -con la que había inventado la pasión y con quien aprendió a ser hombre- y sus dos niños, a quienes no les alcanzaban los brazos para colgársele de las piernas. Juanito Perez acariciaba el vientre fecundo de su mujer, y no necesitaban más que una mirada para saludarse. La casa tibia, la mesa servida. La cocina olía a mucho más que comida. Y más tarde, la cama lo esperaría lista para abrazarse y abrasarse con su amada.

Pasaron los años. Se sucedieron las estaciones, los meses, las semanas y los días. Anastasio Anacleto no se dio cuenta, encerrado en su rutina de té, diario, cena y televisión.
Pasaron los años. Se sucedieron las estaciones, los meses, las semanas y los días. Juanito Perez no se dio cuenta, tan ocupado trabajando, amando, criando hijos, disfrutando nietos.

Una noche cualquiera, el frío entró en dos casas de un pueblo, enfrentadas por una calle que se extendía y subía. Los dos cortejos, el de abajo y el de arriba, se cruzaron camino al cementerio.
Uno, populoso y con un mal simulado dolor, despedía a un gran señor, dueño de medio pueblo y último hijo de una familia de nombre, especulando acerca de quién recibiría tan cuantiosa herencia. Detrás del velo negro, que cubría su cara inclinada en señal de respeto, el ama de llaves sonreía satisfecha.
El otro, breve y conciso, acompañaba a un pobre hombre que no muchos recordarían.




domingo, 3 de mayo de 2009

jueves, 23 de abril de 2009

El desierto


Viviana Taylor




Hubo un mundo como un desierto. Un desierto como un mundo. Donde todo había sido erosionado, pulverizado, anonadado... hasta que sólo hubo arena. Un desierto tan vacío que apabullaba con su presencia. Un desierto tan lleno de sí, que denunciaba vacío. Un desierto donde el silencio enloquecía los oídos, y sólo podía oírse su palpitar, avasallante, ensordecedor.
Hubo un país en un mundo, en un mundo como un desierto. Un país tan vacío que ningún sonido podía atravesarlo. Un país tan lleno que ningún sonido podía atravesarlo. Un país donde ya no había lugar para ningún anuncio. Todo había sido, alguna vez, dicho. Un país donde ya no había lugar para ninguna denuncia. Todo había sido, alguna vez, dicho. Y tanto había sido dicho, tanto y tantas veces, que, por transparencia o por hastío, ya nadie podía oírlo. Sólo había lugar para el vacío. Y, cuando el vacío se instaló, ya no hubo sitio alguno para nada más.
Hubo un hombre en un país, en un país en un mundo, en un mundo como un desierto. Un hombre tan vacío de sí, que más que un hombre era una oquedad. Un hombre tan vacío, tan hueco, que en él todo cabía. Y, vacíos también sus brazos, los extendió hasta abarcar todo lo que en ese otro vacío, el de afuera, no encontraba lugar. Y el vacío se llenó. Se llenó con el dolor de los padres que habían enterrado los cuerpos de sus hijos, y con el de las madres que no tuvieron cuerpos que enterrar. Se llenó con el llanto de los niños hambrientos, y con el silencio de los que aprendieron a no llorar. Se llenó con el cansancio de los que se levantaban al alba por unas pocas monedas, y con el cansancio de los que buscaban cada día los caminos que le permitiesen sentir ese otro cansancio. Se llenó con las miradas perdidas de los que nada esperan, de los que nada pueden, de los que nada sueñan... Y tanto se llenó que hubo espacio para la voz, para una voz que surgió, desde el fondo de todas las miserias, como un trueno. Y se rompió el silencio.
Y hubo otro hombre en el país, en el país en el mundo, en el mundo como el desierto. Un hombre tan lleno de sí que nada en él cabía. Y tan breves eran sus brazos tratando de seguir rechazándolo todo, tanto era su propio bullicio interno, que la voz como un trueno lo agitó. Y tanta fue su agitación que decretó la vuelta del silencio.
Pero el trueno se volvió eco, y el eco se multiplicó hasta que ya no hubo silencio, y el silencio se desvaneció hasta que agonizó el vacío. Y el desierto se pobló. Se llenó del dolor y el llanto, del cansancio y las miradas perdidas... Y tanto se llenó que hubo algo que esperar, algo que soñar... y hubo conciencia de poder.
Hubo una voz como un trueno que fue la madre de todas las voces. Y las palabras surgieron renovadas, conscientes de antiguas confabulaciones y denunciadoras de desiertos.
Pero el hombre lleno de sí fue más astuto. Dejó a las palabras armar sus discursos, que de tan dichos, volverían a ser no oídos, a ser silencio, a generar vacío. Sólo mató al trueno, la voz de todas las voces, y con él mató al sentido.
Hubo un país en un mundo, en un mundo como un desierto. Un desierto tan lleno de voces sin sentido, que era un vacío. Un desierto sin hombres tan vacíos de sí como una oquedad. Un desierto con un hombre tan lleno de sí que, en él, nada cabía.
Hubo un país en un mundo, en un mundo como un desierto. Un desierto del que sólo queda el vacío.

sábado, 18 de abril de 2009

Para sibaritas: una receta de buena cocina


Cena para dos


Viviana Taylor



En primer lugar, buscá un muchacho más joven. Entre 10 y 15 años es lo que yo recomiendo. Tienen más apetito, después de comer siguen siendo atléticos, y seguramente nunca habrán probado un plato como éste: no es de los que les prepararía su madre, y no deben haber tenido muchas oportunidades de estar con una mujer que haya superado la etapa de las hamburguesas y las pre pizzas.
Luego, un pollo de no menos de dos kilos y medio: buenas patas, buena pechuga. A esta altura de nuestras vidas ya sabemos que el tamaño sí es importante: no hay nada como una buena porción de carne sobre los huesos.
Trozálo en porciones, retirá el exceso de piel y toda la grasa, ponélo a macerar en la heladera con jugo de limón, laurel y romero. Esto es muy importante que lo hagas antes de que llegue el joven caballero (no es de las situaciones en las que te gustaría que vea tus movimientos).
Bañáte y perfumáte con discreción. Recordá que el perfume se coloca cerca de los lugares donde esperás ser besada. Marcará sutilmente el camino que deseás que recorra sin que provoque ni a uno ni a otro molestas irritaciones. Aprovechá para estrenarte ese conjunto interior negro bordado que tenés reservado para ocasiones especiales: lo más probable es que no lo note, pero mantendrá tu autoestima tan alta como para sentirte y comportarte como una diosa en celo.
Cuando llegue el galán, invitálo a cocinar juntos. Pedíle que pele dos manzanas rojas y dos verdes. Quizás desperdicie mucho al desechar la cáscara, pero te dará la oportunidad de pellizcarle los glúteos y rozarle los muslos mientras trabaja. Meter las manos por debajo de la camisa y acariciar su torso también es una buena alternativa. Si te queda tiempo, pelá dos bananas grandes y abrí una lata de duraznos en almíbar.
Llená una copa de buen vino blanco. Compártanla.
En una asadera distribuí las manzanas cortadas en mitades y sin semillas, y las bananas. Condimentálas con un suspiro de pimienta y rociálas con miel líquida. La canela, si te gusta, le dará el toque de exotismo justo. En una rejilla acomodá las presas de pollo, salpimentálas y rociá con miel. Mandá todo a horno precalentado, y cocínalo a fuego medio hasta que el pollo esté a punto. Es muy importante que coloques la rejilla del pollo sobre la asadera, para que sus jugos destilen sobre la fruta. Cuando el pollo esté bien cocido, agregá los duraznos en almíbar al resto de la fruta, y subí la temperatura del horno. Cociná hasta que la piel del pollo esté dorada y crujiente.
Mientras esperan, terminen la copa de vino e invitálo a poner la música que prefiera. Si elige boleros o blues, podés dar por terminada la entrada. Ya están listos para el primer plato.
Serví en cada plato un trozo de pollo con una porción generosa de frutas. Como vos, se come caliente y regado con buen vino. Tené la precaución de que sea el suficiente como para desatar las pasiones, pero no tanto como para dormir los sentidos. No olvidés calcular el que tomaron antes.
Al terminar con este plato, seguramente ya estarás lista para el postre. Quizás tu compañero aún requiera de un plato fuerte. No te preocupés, recordá que la oralidad es mucho más que palabras dulces y manjares suculentos. Dále una demostración de tus mejores habilidades. Para él habrá sido el centro de la cena, y vos ya estarás en tu punto caramelo.
Ahora sí, ofrecéle postre. Vos, por supuesto.

sábado, 4 de abril de 2009

La edad de la orfandad

Viviana Taylor



El problema no son las canas, a las que meticulosamente he ido cubriendo con incontables manos de tintura roja con el mismo ahínco con que han decidido ir apareciendo.
El problema no son las arrugas, cuyo avance he logrado contener a fuerza de sacrificar ejércitos de crema, y le han otorgado un cierto carácter a mi cara. Esa misma que de joven me resultaba un tanto insulsa.
El problema no son los años que se acumulan y pesan en mi cuerpo, porque por esas aparentes paradojas de la vida –que es sabia, y compensa- le han dado cierta liviandad a mi espíritu.
El problema no es haber dejado de ser una joven promesa que no se concretó, porque alcancé otras cimas que no había osado imaginar.


El problema son los que no están. Las ausencias que se multiplican. Las voces que ya sólo oiré en mi memoria como un eco, hasta que se vayan apagando definitivamente.
El problema es ir quedándome sin mayores, sin los que atravesaron antes los mismos desiertos y son testimonio de que se puede encontrar un pozo con agua, y de que no es cierto que se necesiten atajos para llegar. De que no todo es cuestión de apresuramientos. Ni siquiera de tener éxito.
El problema es tener que reconocerme huérfana en tantas dimensiones de mi vida, la evidencia de la mortalidad de mis referentes. Que ahora son mis muertos.
El problema es tener que decidirme a hacerme cargo de la herencia. Y honrarla, contribuyendo a que el legado pase de manos enriquecido.
El problema es que ahora, justo cuando me estoy quedando sin padres, me reclaman mis hijos.

El problema es que, ahora, soy ellos.

lunes, 30 de marzo de 2009

La Vieja Aldea

Viviana Taylor


Primer premio, Categoría Cuento, del Concurso Literario “Renunciar a la Educación es Renunciar a la Patria”, organizado por el Sindicato Unificado de Trabajadores de la Educación de Buenos Aires (S.U.T.E.B.A.) 1.990.


Érase una vez, como comienzan todos los cuentos fantásticos, una Vieja Aldea en un viejo tiempo. Y érase una vez, en la Vieja Aldea y el Viejo tiempo, los viejos Hombres Poderosos cansados ya de la Vieja Aldea y con sueños de Nueva Ciudad.
Impacientes por esperar lo que parecía no querer llegar, decidieron emprender un plan. Cierta noche, en cierta sala de cierta casa de las afueras de la Vieja Aldea, se reunieron todos los Hombres Poderosos y concluyeron que jamás llegaría a convertirse en la Nueva Ciudad si los Hombres Jóvenes no colaboraban. Por eso, bien grande y con letras rojas (lo que indicaba la importancia del asunto) comenzaron el acta de la reunión definiendo los términos de esta colaboración. Así, fue apareciendo la larga lista de acatar, trabajar, obedecer, sudar, esforzarse, callar, someterse, adherir, identificarse, asumir, doblegarse...
Conformes con tan loables Colaboraciones propuestas, debatieron acerca de la mejor forma de lograrla, y un Hombre Poderoso, viajado y conocedor de las Grandes Ciudades, propuso crear una Divulgadora.
- ¿Una Divulgadora en la Vieja Aldea?- gritó escandalizado el Falso Profeta, que siempre presidía estos actos tan importantes.
- ¿Una verdadera cuna de rebeldes y desestabilizadores?- vociferaron a coro otros respetables.

Pero, escándalo más, escándalo menos, en el acta apareció, también en letras grandes y rojas, la palabra Divulgadora.
Por supuesto, un Hombre Poderoso, que alguna vez había pasado por el bosque de los Árboles Sabios, fue el encargado de redactar los planes de estudio. Recordando vagamente cierta hoja de aquí, una rama de más allá, y uno que otro brote, poco a poco fue determinando los Aprenderes.
Pero... ¿quién divulgaría los Aprenderes entre los Hombres Jóvenes?

Un Hombre Poderoso, temeroso de ser reprendido por la audacia de su propuesta, planteó encomendar el trabajo a los Hombres de las Alas Verdes. Después de todo, no habiendo estado ninguno de los presentes durante más de dos horas en el bosque, y siendo aquellos los únicos habitantes de allí... no parecía una idea tan desacertada.
Los Hombres Poderosos se tomaron su debido tiempo para pensar, y todos creyeron que con unas Colaboraciones y unos Aprenderes tan concretos no tenía por qué haber problemas.
Y así fue como, antes de darse cuenta del paso del tiempo, los Hombres Poderosos ya habían habilitado un viejo edificio medio destruido, que los Hombres de las Alas Verdes se encargaron de embellecer para instalar la Primera Divulgadora Pro Nueva Ciudad (que, obviamente, sólo se publicitó bajo el nombre de Primera Divulgadora).

Los días fueron pasando con Hombres Jóvenes que cada vez se inscribían en mayor cantidad y con más entusiasmo para sus Aprenderes. Lo que, por supuesto, no pasó desapercibido para los Hombres Poderosos, que primero se sintieron felices, pero más tarde comenzaron a sospechar acerca de la pureza dogmática de los Aprenderes divulgados. Después de todo, los Hombres Jóvenes nunca habían demostrado apego a la virtud.
En Asamblea Extraordinaria, nombraron una comisión para supervisar la divulgación, y ese fue el día en que comenzó la parte desgraciada de esta historia.

Para horror de todos, y más aún del Falso Profeta, se descubrió que los Hombres de las Alas Verdes no sólo no se limitaban a mostrar -desde las ventanas del viejo edificio- las hojas autorizadas de los Árboles Sabios, como era su deber. Más allá de mostrar todas las hojas -lo que ya era una gravísima transgresión a las Colaboraciones- habían organizado para los Hombres Jóvenes verdaderas excursiones por las ramas y, peor aún, increíbles y heréticas exposiciones acerca de lo que se podía ver al volar sobre ellas. Y, como si todo esto no fuese tan terrible por sí como para una ya merecida condena, en los Hombres Jóvenes ya comenzaban a insinuarse alas verdes.

Tan terrible fue el disgusto de los Hombres Poderosos, que en nueva Asamblea Extraordinaria decidieron bajar la cuota alimentaria de los Hombres de las Alas Verdes a la mitad -aduciendo problemas presupuestarios- para obligarlos a volver definitivamente al bosque y así cerrar la Divulgadora, sin tener que pasar por la tan desagradable experiencia de echarlos. Sobre todo, porque así si los Hombres Jóvenes, tan faltos de discernimiento, se rebelaban, lo harían contra sus divulgadores y no contra los tan respetables Hombres Poderosos.
Pero estas especulaciones no dieron resultado. Los Hombres de las Alas Verdes se quejaron al principio, pero luego comieron la mitad de lo necesario, adelgazaron, se debilitaron físicamente, y continuaron divulgando sus propios y sabios Aprenderes.

En nueva y más urgente Asamblea Extraordinaria, los Hombres Poderosos decidieron construir una inmensa jaula alrededor del bosque de los Árboles Sabios. Y ese día comenzó la parte trágica de esta historia.
Imposibilitados de recorrer sus ramas y recostarse sobre las hojas verdes, los Hombres de las Alas Verdes continuaron divulgando Aprenderes, hasta que descubrieron que lo que divulgaban cada vez se parecía más a los preparados por los Hombres Poderosos que a aquellos hermosos, sabios y vitales Aprenderes que habían descubierto en la fronda de los Árboles. Fue el mismo día, a la misma hora, en que, con espanto, se dieron cuenta de que las Alas Verdes que se habían insinuado en los Hombres Jóvenes habían comenzado a desaparecer. Y fue el mismo día, a la misma hora, en que sus propias Alas Verdes comenzaron a amarillarse y secarse, en una lenta y sufriente agonía hasta la caída final.

Casualmente, el día en que los Hombres Jóvenes los encontraron -oscuros y crujientes- dentro de la Divulgadora, más allá de los límites de la Vieja Aldea -dentro de una jaula gigantesca- comenzaba el invierno.

Érase una vez, como comienzan todos los cuentos fantásticos, una Vieja Aldea en un viejo tiempo.

La vieja aldea II

EL COMIENZO DEL FIN
Viviana Taylor

Aquella Vieja Aldea había conocido la inevitabilidad del tiempo y, sin tomarlo demasiado en cuenta, los Hombres Jóvenes de pasadas épocas se habían transformado en Hombres Viejos. Sin alas, por supuesto. Algunos de ellos, como podía esperarse, además de Viejos llegaron a Poderosos. Claro, aunque cada generación se queje de la indolencia de sus descendientes, a la larga, el sentido común se impone, y termina siendo imitada.

Por esas cosas de la originalidad -o de su falta- cierta noche, en cierta sala de cierta casa de las afueras de la Vieja Aldea, se reunieron los Nuevos Hombres Poderosos y concluyeron que ya era tiempo de dar cumplimiento a los demasiado tiempo postergados sueños de Nueva Ciudad. Una vez más, con grandes letras rojas, iniciaron el acta de la reunión fijando su objetivo, y le dieron la palabra al Falso Profeta, que venía presidiendo las Asambleas ya nadie podía dar cuenta desde cuándo. Y por esto de la originalidad -o de su falta- hasta hubo algún sofocado por el asombro cuando tan Honorable Presencia sugirió nombrar un enviado de tan selecto grupo a las Grandes Ciudades.
Luego de una larga y muy fecunda discusión, en la que no se ponían de acuerdo acerca de cuál de los dos postulantes a Viajero enviarían, y justo cuando el consenso parecía inminente, el Falso Profeta tomó juramento a un Hombre Poderoso cuya postulación nadie recordaba. Todos, por supuesto, manifestaron su acuerdo con el elegido y, felicitándose por la sabia decisión, dieron por terminada la Asamblea deseándole la mejor de las fortunas.

Pasaron dos siembras y una cosecha antes de la vuelta del Viajero que, como corresponde en tales casos, llegó con la boca llena de elogios y las valijas de sugerencias que los Hombres Poderosos de las Grandes Ciudades amablemente le habían ofrecido. Parece ser que traía el secreto que haría posible la transformación tanto tiempo postergada.
Durante la Asamblea más larga que cualquiera pudiera soportar, los Hombres Poderosos escucharon atentamente la prolija enumeración de cada uno de los errores históricos que debían ser corregidos. El Falso Profeta sonreía satisfecho cuando tomó el lápiz rojo para redactar las Nuevas Colaboraciones dirigidas al pueblo.

La Divulgadora, donde se respiraba cierto aire trágico desde hacía una generación, debía ser cerrada definitivamente. El viejo edificio, destartalado y sucio, conservaba en sus rincones más oscuros ciertos restos crujientes, como de hojas secas, que algunos juraban que habían sido las alas con que volaban antiguos divulgadores. Pero nadie recordaba haber visto recientemente a uno de esos extraños Hombres de Alas Verdes.
Los Aprenderes que circulaban entre los Hombres Jóvenes lucían tan descoloridos, sabían tan sosamente, que ya ninguno de ellos quería tomarlos. No los servirían en la intimidad de sus chozas... menos aún frente a sus vecinos.
Observándolos detenidamente, uno podría suponer que estos insípidos Aprenderes pretendían ser consecuentes huéspedes de la Divulgadora, a cual más oscuro, silencioso, vacío.
No fue difícil convencer a los Hombres Viejos de la inutilidad del edificio, como no fue difícil convencer a los Hombres Jóvenes de cuánto más comprometido con la realidad era su trabajo en los campos.

Y resultó que ese año la cosecha no sólo fue la más abundante, sino la de mejor calidad. Las abultadas bolsas de dinero obtenidas por su venta hablaron en favor de los cambios. Claro, era justo que tales ganancias retribuyeran los favores de las Grandes Ciudades. Y hacia allá fueron las bolsas con el dinero...
Y resultó que la Casa de Sanación, cuyas paredes también se habían ido descascarando y su techo ya no amparaba de las lluvias, del frío ni del sol, debió ser desmantelada. De todos modos, los Hombres Jóvenes eran fuertes y sanos, no necesitaban de sus servicios; los Hombres Viejos eran débiles y enfermizos, no necesitaban de sus servicios. Y los Sanadores, tan poco útiles, no deberían sentirse de engrosar las legiones de sacrificados por la construcción de la Gran Ciudad. Después de todo, ya habían disfrutado de un injustificado ocio por demasiado tiempo.
Y resultó que la Casa de Mediación, como era de suponer, tampoco provocó ningún conflicto al ser disuelta. Sus recintos, amplios y lujosos, hicieron la vez de residencia del Falso Profeta, que legitimó así su actuación como único mediador. Dicha sea la verdad, con Colaboraciones tan claras, no había necesidad de la Casa ni nada por discutir. Por otra parte, ¿por qué alguien querría no colaborar?

Pero sobre todo, resultó que lo que sucedió después jamás pudo ser explicado ni comprendido.
Cierta mañana, dos Hombres Jóvenes no pudieron levantarse para ir a sus trabajos en el campo. Bueno, tampoco se habían levantado unos cuantos Viejos, y desde hacía varios días, pero a nadie había parecido preocuparle.
A la mañana siguiente fueron cuatro más, y después otros siete, y así hasta que no pudieron ser contados.
Aunque el Falso Profeta -con dedicada eficiencia y apoyado por los Hombres Poderosos- decretó desaparecido el misterioso malestar, los Jóvenes no parecieron mejorar. Los Viejos, otrora tan juiciosos, tampoco. Y por aquellos días ya nadie se presentó a trabajar.
La lluvia y el sol tampoco respetaron sendos decretos. Y Los cultivos murieron.
Y entonces resultó que este fue el comienzo del fin.

En poco tiempo ya no había qué comer, ni con qué comprar lo necesario a las Grandes Ciudades, a las que, por otro lado, ya se les debía demasiado a pesar de todos los cultivos entregados.
Cuando, por obra quién sabe de qué designio divino, la enfermedad amainó y el clima entró en razones, ya no había campos que trabajar. Eran necesarios demasiados Aprenderes para devolverles la fertilidad perdida, Aprenderes que ya nadie recordaba.
La preocupación -o el miedo, que viene a ser lo mismo- hizo que comenzara a notarse la ausencia de la Casa de Sanación, al parecer ya no tan inútil. Y, por alguna extraña razón, los Hombres Jóvenes ya no vieron tan débiles, ni tan enfermos, a los Viejos.

Con los nuevos sentimientos cobraron una conciencia por demasiado tiempo adormilada, una dignidad que comenzó por cuestionar las Colaboraciones para poco después dejar de cumplirlas. Y la anomia volvió imprescindible la Casa de Mediación. Sólo que ya no había mediadores, ni sanadores, ni divulgadores...
Lo más extraño, sin embargo, fue que cuando los Hombres Poderosos decidieron emigrar a las Grandes Ciudades hartos de la insensatez primitiva de los aldeanos, nadie se asombró.
Tampoco hubo asombros cuando, años más tarde, se supo que el Falso Profeta se ocupaba de lustrar mármoles y bronces en una de las tantas Divulgadoras de los Poderosos de una Gran Ciudad.

Lo que aún no saben es que en un viejo edificio, destartalado y sucio, que conserva en sus rincones más oscuros ciertos restos crujientes, han comenzado a reunirse Hombres en los que ya se insinúan unas Alas Verdes.

jueves, 26 de marzo de 2009

La ceremonia de Nora


Viviana Taylor


A Nora Cortiñas,

y con ella a todas las madres y abuelas que honran la vida.



Erguida más allá de lo que su pequeñez parecería sostener, y a los saltitos –como andan los gorriones-, cruzó el recodo del pasillo donde la estaba esperando. Me extendió sus brazos, y con ellos su sonrisa. Cruzamos algunas palabras, con las que traté de mal disimular mi emoción por verla. Y ella, toda alegría y gratitud por haber sido invitada.
De pronto, en un gesto casi imperceptible, cerró sus ojos mientras aspiraba profundamente. Cuando retomó su marcha hacia el final del pasillo, con ese único gesto, todo el escenario se había transformado.


El bullicio de niños en pleno trabajo escolar que se colaba –casi con prepotencia- por las puertas abiertas, no hacía más que profundizar el silencio absoluto de sus pasos. Como quien se desliza a través del aire, llegó hasta la silla acomodada junto a la puerta del último salón, frente a la cual se detuvo. Apoyó su bolso, lo abrió, y volvió a cerrar sus ojos. En ese momento me di cuenta de que se me iba a revelar una ceremonia sagrada. Y con la misma reverencia con que se asiste a los ritos preparatorios de la Eucaristía, incliné mi cabeza en señal de pudoroso respeto.


Sus manos mínimas y un poco temblorosas penetraron en el tabernáculo de su bolso y dieron a luz la foto plastificada de su hijo, que pendía de una cinta inmaculada. La besó y colgó alrededor de su cuello.
Sus manos mínimas y un poco temblorosas penetraron por segunda vez en el tabernáculo de su bolso, y esta vez dieron a luz un pañal de tela de un blanco impecable -bordado en azul con punto cruz- que ató -sin necesidad de espejo- prolijamente a su cabeza , con la precisión de lo que se repite durante tantos años, cotidianamente.
Sus manos mínimas y un poco temblorosas se acercaron por tercera vez al tabernáculo de su bolso, y lo cerraron. Volvió a erguirse más allá de lo que su pequeñez parecía sostener. Volvió, en un gesto casi imperceptible, a cerrar sus ojos mientras aspiraba profundamente. Y volvieron la sonrisa y los saltitos de gorriones.


Así entró al último salón, el del final del pasillo, en el que un grupo de futuros maestros la escuchó durante dos brevísimas horas desandar los caminos de su memoria y sus apuestas al futuro.

lunes, 23 de marzo de 2009

A las mujeres de mi vida...

Las niñas buenas se sonrojan




Viviana Taylor



Recuerdo a mi maestra de cuarto grado, allá por 1.974. Alta, de figura imponente y sonrisa acotada. Recién llegada a una ciudad que casi era un pueblo, se me antojaba haber sido llevada al campo. Y allí estaba ella, presentándome el primer día de clases a mis compañeros, y dándome una bienvenida innecesaria. Me veo parada en medio de la fila, seguida por la de los varones, y siento otra vez la rara sensación -mezcla de violencia y excitación- por ser sentada junto a uno de ellos.
Recuerdo el primer recreo en mi nueva escuela, donde de pronto me sentí el centro de lo que allí ocurría, y esa sensación de que basta menos que un saludo para hacerse de amigos. Recuerdo a Marcelito y sus travesuras; y a Orlando, siempre convidando galletitas. Recuerdo el trazado de una frontera de tiza sobre la tapa del pupitre doble para no avanzar sobre el territorio enemigo de mi compañero de banco, y el golpe de regla en la cabeza cuando, al moverme en el asiento, provocaba un tembladeral a los de atrás. Veo también, como si volviera a extenderse ante mí, la línea de tiza en el patio para separar el sector de niñas y varones. Cuando la tiza se borró ya no era necesaria. Demasiado pronto se aprenden ciertos límites.
Recuerdo a la Directora, una señora de guardapolvo muy blanco y muy planchado, que decía ‘ninios’ y ‘pasilio’. Gracias a ella aprendí el lenguaje de la escuela, y pude convertirme en una buena alumna que sabía usar los términos adecuados en el lugar adecuado. Una muy conveniente habilidad que, extrañamente, con el tiempo fui perdiendo.
Recuerdo un tiempo como un sueño. Un tiempo de mañanas en la escuela, y de hacer la tarea bajo la parra del patio o en la mesa de la cocina, junto al calentador a querosene, que aún puedo oler. Un tiempo de tardes de ir a trepar árboles en la quinta de Bunge, y de dar vueltas a la manzana en bicicleta.
Recuerdo luego unas vacaciones que no terminaban, e ir a la puerta de la escuela todos los lunes hasta que al fin comenzaron las clases. Ya no tenía tantos permisos para callejear, y comenzaban a resonar en mí, cada vez con más frecuencia aunque ya habían pasado dos años, las palabras de mi maestra de cuarto grado: ‘las niñas buenas se sonrojan’.
Recuerdo mi colegio secundario. Creo ser la única en todo el mundo que no ha conservado un solo amigo de entonces. Recuerdo el ‘82, la primera conciencia de traición, el ya nunca poder cantar el Himno Nacional sin dolor, y un cierto tono escéptico que no perdí, pero al que de a poco me acostumbro.
Recuerdo un ir construyendo y descubriendo mi propio sentido de la vida. Me veo buscando a Dios en la Iglesia. Irme, volver, y otra vez irme. Y ya nunca ser la misma.

Me veo con guardapolvo blanco, pero no me oigo diciendo ‘ninios’ ni ‘pasilios’. Tampoco me veo alta ni imponente. Me siento nunca haciendo lo suficiente, y sólo preocupada por hacer lo correcto. Hoy, lo adecuado ya no me interesa. Y no pocas veces me violenta.
No me gustan los gatos; siempre caen parados. Ni los discursos perfectos de los que tienen habilidad para hablar porque se desconectan de la realidad. No me gusta la obscenidad de los que muestran sus miserias como virtudes, o las disimulan con un dinero que sólo usan para ejercer poder.
Yo no soy una niña buena. No me sonrojo. A lo sumo, siento un controlado pudor. Y mucha vergüenza ajena.