sábado, 18 de julio de 2009

Los platos de la abuela



No, no era exactamente que la sintiera fruto del fracaso. La casa que acababa de comprar tenía todo para que me llenara de orgullo: era la primera vez que compraba una propiedad sola, para mis hijos y para mí, y había logrado superar los miedos y las miserias –materiales y de las otras- en las que me había sumergido un divorcio demasiado doloroso. Era señal de haberme puesto de pie.
No, no era exactamente que me pareciera demasiado pequeña. No tenía ni las dimensiones ni las comodidades de la casa que había dejado, pero tampoco sus silencios ni sus mañas de casa vieja reciclada. Y esta parecía ajustarse mejor. Nos calzaba como ropa nueva hecha a medida. Era para nosotros.
Y no, no era exactamente que no me gustara. Era bella. Sencilla y bella. Paredes blancas, mucha madera… cálida. Eso decían todos los que entraban. Y que se me parecía. Así que tampoco era que no me identificara.
Sin embargo, algo faltaba. Cada mañana me sentaba en la cocina, frente a la ventana, diciéndome que la felicidad era poder disfrutar ese mate, viendo el sol sobre las hojas de las plantas (por no sé qué extraña asociación, siempre la felicidad se me representa como sol trasluciéndose en las hojas). Y cada fin de semana me afanaba por habitarla toda, como si usar todos los cuartos me ayudara a sentirla más mía. Pero algo faltaba.


Una mañana llegó mi papá con un regalo extraño, envuelto en papel de diario. Eran los platos de la abuela, esos dos platos feos que habían presidido desde siempre el patio de la casa donde me pasó mi familia. Esos platos que deben estar en las fotos de todos los cumpleaños familiares de mi infancia, y más también. Y en las de las navidades. Y en esas otras, las ocasionales, las porque sí. Bajo esos platos sucedió todo.


Y fue mágico. Fue poner los platos en la pared, y mi casa ya no era mi casa. Era mi hogar. Y lo habitaron los olores de los estofados de la abuela, y volvieron sus risas y sus berrinches, y sus bromas siempre subidas de tono, y sus dichos de vieja sabia. Y las voces subidas de las reuniones. Y los gritos de los chicos, hasta que el silencio preanunciaba el desastre. Ya no iba a necesitar habitar todos los cuartos. Ya no se sentían vacíos ni ajenos. Era mía, la poseía.


Antes de ayer, a la mañana, la pluma rebelde de un plumero loco decidió que ya había sido suficiente. Dos platos feos en la pared eran demasiado. Y con un golpe preciso, arrojó uno contra el piso. Lo vi caer. Fue en cámara lenta. Y no atiné a atajarlo. Ni me moví. Me detuve, simplemente, viéndolo. Incrédula. Fue el plumero, pero pareció un suicidio.
Mientras juntaba los pedazos, veía a mi hija viéndome. Sus ojos estaban llenos de compasión, como si intuyera que con el plato se habían desparramado por toda la cocina los trozos de mi infancia. Y una vez que los hube juntado todos, me afané durante media mañana en buscar qué colgar en el tornillo desnudo, para ocultar el vacío sobre la pared. Para disimular la soledad del plato sobreviviente. Para maquillar la cicatriz en la memoria.


Decidí que no. Que no voy a poner nada. Que quede el tornillo desnudo. Que quede el plato solitario de toda soledad. Este es mi hogar. Y en su herida está su historia.

jueves, 16 de julio de 2009