jueves, 23 de abril de 2009

El desierto


Viviana Taylor




Hubo un mundo como un desierto. Un desierto como un mundo. Donde todo había sido erosionado, pulverizado, anonadado... hasta que sólo hubo arena. Un desierto tan vacío que apabullaba con su presencia. Un desierto tan lleno de sí, que denunciaba vacío. Un desierto donde el silencio enloquecía los oídos, y sólo podía oírse su palpitar, avasallante, ensordecedor.
Hubo un país en un mundo, en un mundo como un desierto. Un país tan vacío que ningún sonido podía atravesarlo. Un país tan lleno que ningún sonido podía atravesarlo. Un país donde ya no había lugar para ningún anuncio. Todo había sido, alguna vez, dicho. Un país donde ya no había lugar para ninguna denuncia. Todo había sido, alguna vez, dicho. Y tanto había sido dicho, tanto y tantas veces, que, por transparencia o por hastío, ya nadie podía oírlo. Sólo había lugar para el vacío. Y, cuando el vacío se instaló, ya no hubo sitio alguno para nada más.
Hubo un hombre en un país, en un país en un mundo, en un mundo como un desierto. Un hombre tan vacío de sí, que más que un hombre era una oquedad. Un hombre tan vacío, tan hueco, que en él todo cabía. Y, vacíos también sus brazos, los extendió hasta abarcar todo lo que en ese otro vacío, el de afuera, no encontraba lugar. Y el vacío se llenó. Se llenó con el dolor de los padres que habían enterrado los cuerpos de sus hijos, y con el de las madres que no tuvieron cuerpos que enterrar. Se llenó con el llanto de los niños hambrientos, y con el silencio de los que aprendieron a no llorar. Se llenó con el cansancio de los que se levantaban al alba por unas pocas monedas, y con el cansancio de los que buscaban cada día los caminos que le permitiesen sentir ese otro cansancio. Se llenó con las miradas perdidas de los que nada esperan, de los que nada pueden, de los que nada sueñan... Y tanto se llenó que hubo espacio para la voz, para una voz que surgió, desde el fondo de todas las miserias, como un trueno. Y se rompió el silencio.
Y hubo otro hombre en el país, en el país en el mundo, en el mundo como el desierto. Un hombre tan lleno de sí que nada en él cabía. Y tan breves eran sus brazos tratando de seguir rechazándolo todo, tanto era su propio bullicio interno, que la voz como un trueno lo agitó. Y tanta fue su agitación que decretó la vuelta del silencio.
Pero el trueno se volvió eco, y el eco se multiplicó hasta que ya no hubo silencio, y el silencio se desvaneció hasta que agonizó el vacío. Y el desierto se pobló. Se llenó del dolor y el llanto, del cansancio y las miradas perdidas... Y tanto se llenó que hubo algo que esperar, algo que soñar... y hubo conciencia de poder.
Hubo una voz como un trueno que fue la madre de todas las voces. Y las palabras surgieron renovadas, conscientes de antiguas confabulaciones y denunciadoras de desiertos.
Pero el hombre lleno de sí fue más astuto. Dejó a las palabras armar sus discursos, que de tan dichos, volverían a ser no oídos, a ser silencio, a generar vacío. Sólo mató al trueno, la voz de todas las voces, y con él mató al sentido.
Hubo un país en un mundo, en un mundo como un desierto. Un desierto tan lleno de voces sin sentido, que era un vacío. Un desierto sin hombres tan vacíos de sí como una oquedad. Un desierto con un hombre tan lleno de sí que, en él, nada cabía.
Hubo un país en un mundo, en un mundo como un desierto. Un desierto del que sólo queda el vacío.

sábado, 18 de abril de 2009

Para sibaritas: una receta de buena cocina


Cena para dos


Viviana Taylor



En primer lugar, buscá un muchacho más joven. Entre 10 y 15 años es lo que yo recomiendo. Tienen más apetito, después de comer siguen siendo atléticos, y seguramente nunca habrán probado un plato como éste: no es de los que les prepararía su madre, y no deben haber tenido muchas oportunidades de estar con una mujer que haya superado la etapa de las hamburguesas y las pre pizzas.
Luego, un pollo de no menos de dos kilos y medio: buenas patas, buena pechuga. A esta altura de nuestras vidas ya sabemos que el tamaño sí es importante: no hay nada como una buena porción de carne sobre los huesos.
Trozálo en porciones, retirá el exceso de piel y toda la grasa, ponélo a macerar en la heladera con jugo de limón, laurel y romero. Esto es muy importante que lo hagas antes de que llegue el joven caballero (no es de las situaciones en las que te gustaría que vea tus movimientos).
Bañáte y perfumáte con discreción. Recordá que el perfume se coloca cerca de los lugares donde esperás ser besada. Marcará sutilmente el camino que deseás que recorra sin que provoque ni a uno ni a otro molestas irritaciones. Aprovechá para estrenarte ese conjunto interior negro bordado que tenés reservado para ocasiones especiales: lo más probable es que no lo note, pero mantendrá tu autoestima tan alta como para sentirte y comportarte como una diosa en celo.
Cuando llegue el galán, invitálo a cocinar juntos. Pedíle que pele dos manzanas rojas y dos verdes. Quizás desperdicie mucho al desechar la cáscara, pero te dará la oportunidad de pellizcarle los glúteos y rozarle los muslos mientras trabaja. Meter las manos por debajo de la camisa y acariciar su torso también es una buena alternativa. Si te queda tiempo, pelá dos bananas grandes y abrí una lata de duraznos en almíbar.
Llená una copa de buen vino blanco. Compártanla.
En una asadera distribuí las manzanas cortadas en mitades y sin semillas, y las bananas. Condimentálas con un suspiro de pimienta y rociálas con miel líquida. La canela, si te gusta, le dará el toque de exotismo justo. En una rejilla acomodá las presas de pollo, salpimentálas y rociá con miel. Mandá todo a horno precalentado, y cocínalo a fuego medio hasta que el pollo esté a punto. Es muy importante que coloques la rejilla del pollo sobre la asadera, para que sus jugos destilen sobre la fruta. Cuando el pollo esté bien cocido, agregá los duraznos en almíbar al resto de la fruta, y subí la temperatura del horno. Cociná hasta que la piel del pollo esté dorada y crujiente.
Mientras esperan, terminen la copa de vino e invitálo a poner la música que prefiera. Si elige boleros o blues, podés dar por terminada la entrada. Ya están listos para el primer plato.
Serví en cada plato un trozo de pollo con una porción generosa de frutas. Como vos, se come caliente y regado con buen vino. Tené la precaución de que sea el suficiente como para desatar las pasiones, pero no tanto como para dormir los sentidos. No olvidés calcular el que tomaron antes.
Al terminar con este plato, seguramente ya estarás lista para el postre. Quizás tu compañero aún requiera de un plato fuerte. No te preocupés, recordá que la oralidad es mucho más que palabras dulces y manjares suculentos. Dále una demostración de tus mejores habilidades. Para él habrá sido el centro de la cena, y vos ya estarás en tu punto caramelo.
Ahora sí, ofrecéle postre. Vos, por supuesto.

sábado, 4 de abril de 2009

La edad de la orfandad

Viviana Taylor



El problema no son las canas, a las que meticulosamente he ido cubriendo con incontables manos de tintura roja con el mismo ahínco con que han decidido ir apareciendo.
El problema no son las arrugas, cuyo avance he logrado contener a fuerza de sacrificar ejércitos de crema, y le han otorgado un cierto carácter a mi cara. Esa misma que de joven me resultaba un tanto insulsa.
El problema no son los años que se acumulan y pesan en mi cuerpo, porque por esas aparentes paradojas de la vida –que es sabia, y compensa- le han dado cierta liviandad a mi espíritu.
El problema no es haber dejado de ser una joven promesa que no se concretó, porque alcancé otras cimas que no había osado imaginar.


El problema son los que no están. Las ausencias que se multiplican. Las voces que ya sólo oiré en mi memoria como un eco, hasta que se vayan apagando definitivamente.
El problema es ir quedándome sin mayores, sin los que atravesaron antes los mismos desiertos y son testimonio de que se puede encontrar un pozo con agua, y de que no es cierto que se necesiten atajos para llegar. De que no todo es cuestión de apresuramientos. Ni siquiera de tener éxito.
El problema es tener que reconocerme huérfana en tantas dimensiones de mi vida, la evidencia de la mortalidad de mis referentes. Que ahora son mis muertos.
El problema es tener que decidirme a hacerme cargo de la herencia. Y honrarla, contribuyendo a que el legado pase de manos enriquecido.
El problema es que ahora, justo cuando me estoy quedando sin padres, me reclaman mis hijos.

El problema es que, ahora, soy ellos.