lunes, 18 de mayo de 2009

Lo inevitable. Variaciones sobre un tema.


LO INEVITABLE
Cuento



Fue de repente. Fue como si el tiempo se hubiera cortado, tal como se corta un elástico. Y yo ahí, tratando de aferrar los extremos que saltaban enloquecidos, esforzándome inútilmente por atarlos para lograr hacer pie y tomar una bocanada de aire. Pero no. Seguía ahí, sumergida. En esa nada.
Debo haberme ahogado en mi propia adrenalina porque en ese tiempo suspendido, todo (los gestos insignificantes, las palabras desatendidas, cada pequeña cosa olvidada) volvió con la fuerza de lo revelado. En ese tiempo suspendido, ningún hecho, por insignificante o azaroso que fuera, se me pasó desapercibido. Y ya no tuve qué preguntar, ni qué conocer, ni qué comprender. Todo estaba allí. Y yo, naufragando.
Con una certeza inédita, supe qué hacer, qué decir, qué esperar. Dejé de sentirme arrastrada hacia esa nada, y me volví roca. No creí que necesitara ser consolada. De todos modos, nunca creí necesitar lo que es imposible que sea dado. Hay cosas que sólo son una conquista.
Esa noche, extrañamente, dormí. Dormí como cuando no se teme. Dormí como cuando despertar no es un alivio.
Y en la mañana, frente a la puerta de la cocina, no la reconocí. Desorientada e incrédula, medí los pasos que sentí que debían atravesarla, pero no fueron suficientes. Todo parecía igual, pero se sentía ajeno. El espacio dilatado de un tiempo roto. Tal vez, una forma de locura. O de una recién inaugurada lucidez.
Sobre la mesada, una cacerola con lentejas en remojo desde la mañana anterior. Sobre las hornallas, berenjenas en una asadera. En el cesto de la ropa sucia, una muda con el olor de un cuerpo que ya no reconocería. Y ese hueco blando en el colchón frío. Extremos del elástico cortado. Extremos imposibles de anudar de un tiempo roto.
Y duché largamente un cuerpo que ya no habitaba. Y peiné sus cabellos. Y acomodé los senos en un corpiño para que el escote luciera bello. Y pinté sus labios y sus ojos. Y lo miré por primera vez en el espejo.
Y lo saqué a caminar por las mismas calles que tantas veces había recorrido. Y lo entibié en un sol que se traslucía en las hojas de los árboles. Y lo perfumé con el dulzor de los paraísos en las veredas. Y entonces lo pude sentir. Algo muy profundo, muy adentro, se estremecía. Pero no hubo llanto. No sé si fue angustia. Sospecho que, apenas, sorpresa.
Todavía lucho por asirme a los extremos del tiempo. Ya no saltan enloquecidos, y yo ya no naufrago. Me he sostenido en pie lo suficiente como para intentar atarlos. Cuando lo logre, tal vez, tenga un nudo al que aferrarme. Puede ser que, entonces, la vida comience de nuevo.





LO INEVITABLE
Poema en prosa



Como una tijera que sesga el tiempo, separando violentamente sus extremos elásticos, nos suspende en la nada. Nuestra cocina se nos vuelve ajena cuando no calculamos los pasos que la miden. La cama se agiganta cuando extendemos un brazo en la oscuridad y no alcanzamos el otro extremo. Las voces nos suenan lejanas. Los gestos repetidos se nos hacen nuevos.
Con precisión de bisturí y brutalidad de faca de tumbero, nos descarna. Con ojos vírgenes aprendemos a mirar un mundo que no reconocemos. Nuestros oídos sólo se acomodan al silencio. Las manos quieren, pero no se abren. La voz quiere, pero no encuentra palabras. Los labios quieren, pero no hay besos. Ni caricias. Ni lamento.
En la mañana, con un esfuerzo desconocido, levantamos de la cama el cuerpo que ya no habitamos. Nos sorprende la vida que late, el perfume primitivo del sexo. En la ducha lo exorcizamos de los olores más recónditos. Y acomodamos los senos para que el escote se vea bello. Y le colocamos máscara a las pestañas y brillo a los labios. Y lo vestimos con ropas que una vez nos pertenecieron. Y salimos a caminar con unos pasos que ya no son nuestros.