lunes, 9 de abril de 2012

sábado, 7 de abril de 2012

La mujer a los 50: inventario y cuenta nueva












Siempre me preocupó la idea de la muerte. En realidad, más que la idea de la muerte misma, lo que me inquieta desde una temprana edad es tener una conciencia absoluta de la finitud: esto, algún día, se acaba. Durante mucho tiempo me conformé multiplicando mi edad por dos y concluyendo: tranquila, todavía no llegaste a la mitad de la vida. Pero desde hace unos años las cuentas no me dan, a menos que, como el Magiclik, yo haya venido al mundo con garantía por 104 años.

Son los cincuenta los que marcan la verdadera bisagra. Cuando uno cumple treinta o cuarenta cree que está pasando por un umbral hacia otra vida. Es un error de juventud. Son números redondos y eso impacta, pero nada más, a esa edad aún queda bastante rollo por delante. Cuando uno cumple cincuenta se ríe de aquel que fue y de las preocupaciones que hoy sabe no merecían tanta dedicación. Se ríe un rato, no más, porque enseguida concluye que ahora sí, que éste, el de los cincuenta, es el verdadero umbral. Es entonces cuando aparecen señales evidentes de que algo, de verdad, cambió. O de que algo tiene que cambiar. O de que nada, nunca, cambiará. Elige tu propia aventura, si es que puedes.

Algunas modificaciones se notan más que otras. El cuerpo, por ejemplo, se hace notar. Hasta mis amigas más flacas, esas que nunca se preocuparon por hacer dieta y que persisten en seguir usando un jean apretado, de pronto portan una especie de matambre arrollado en la cintura que logran disimular cuando están paradas pero que aflora, impertinente, en cuanto se sientan. “Es hormonal, por la edad”, dicen cuando te descubren mirando su cintura con aflicción, “no se puede hacer nada”. Luego, en defensa propia, te echan la maldición: “Ya vas a ver”. Y ves, claro que ves. El cambio no se limita a la cintura. Los pechos van camino a conformar un bloque único e indiferenciado, donde es difícil determinar pecho izquierdo y pecho derecho. Las manos se manchan con pecas que no son de sol sino de vejez. Si salen canas se tiñen, pero lo que no es fácil de ocultar es que el pelo está cada vez más ralo, cada vez más fino y cada vez más opaco. Los ojos se dividen entre los operados que siempre miran con asombro, las cejas levantadas y una expresión como si los hubieras agarrado metiendo el dedo en el tarro de dulce de leche, y aquellos otros, los que no pasaron por el bisturí, a los que se le cayeron los párpados.

Claro que no a todas se nos presentan las mismas marcas de época ni nuestros cuerpos son máquinas que se comportan de un modo preestablecido. Cada una va haciendo lo que puede. Una noche una amiga de mi misma edad se preparaba frente al espejo para una cena que íbamos a compartir con otras amigas. Su hijo adolescente la observaba tirado en la cama, mirando una película o aparentando mirar una película. Ella no hacía demasiado, apenas se acomodaba el pelo, se desabrochaba el último botón de la camisa, se miraba semi girada hacia un lado y luego semi girada hacia el otro, lo que hacemos todas antes de salir. De pronto el adolescente le dijo: “Maaa”. “Qué”, contestó mi amiga. “¿Alguna vez te pusiste a pensar que tenés la misma edad que Madonna?; es increíble, ¿no?” La frase fue lapidaria, inoportuna, escandalosa, cruel y cierta. Mi amiga salió con el peor de los humores. Y su humor nos lo contagió a las demás: esa noche, todas supimos que teníamos la misma edad de Madonna. O eso creíamos, al día siguiente una de las integrantes más obsesivas del grupo vino con el dato preciso: No tenemos la misma edad, ella es dos años mayor.

Michelle Pfieffer, Siri Hustvedt, Mercedes Morán, Juliette Binoche, todas están años más, años menos, rondando los cincuenta. O sea, se puede llegar en mejor estado, lo que sí, es más caro y más trabajoso.

Pero dejando de lado lo físico, lo que verdaderamente marca el umbral en esta década es tomar conciencia o no de la propia vida, revisarla o no, aceptarla o no. Y la propia vida nos incluye a nosotros como individualidades, pero también a nuestra familia, a nuestros amores (maridos, novios, amantes), a nuestros amigos, a nuestro trabajo. ¿Estamos donde queremos estar? ¿Estamos con quien queremos estar? La respuesta puede ser que sí, y en ese caso valoraremos más aquello que logramos y que hoy constituye “nuestra vida”, lo seguiremos abonando, trabajaremos para que no se rompa, lo disfrutaremos. La respuesta puede ser que no, y entonces se activará el motor para buscar un lugar más propicio donde pasar los años que quedan. Lo que sin dudas es imperdonable a esta altura de la vida es no tener el coraje suficiente para hacerse la pregunta: ¿tengo la vida que quiero tener?, no darse permiso para cuestionar si uno es feliz o no y mirar hacia otro lado para no tener que decidir si seguir como hasta ahora o cambiar.

“Si alguien me hubiera preguntado cuando cumplí cincuenta años si estaba satisfecha con mi vida hasta entonces, hubiera respondido que estaba razonablemente conforme con mis logros personales y profesionales. No es que no quisiera ahondar por temor a encontrarme con un lado oscuro de mi personalidad, pero siempre creí que si algo funciona es mejor dejarlo que siga así.” Con este monólogo interior empieza la película de Woody Allen La otra mujer que se estrenó a fines de los años 80. Gena Rowlands le daba vida a la protagonista a quien corresponde ese monólogo interior, Marion Post, una profesora universitaria de filosofía que se toma un verano sabático para escribir un libro postergado. Pero en el departamento vecino a su estudio están haciendo arreglos y los ruidos de la construcción no le permiten concentrarse en la escritura. Por ese motivo decide alquilar temporalmente otro departamento en un edificio donde su vecino de piso es un psiquiatra. Entonces ya no son los ruidos de los albañiles los que no la dejarán trabajar, sino la voz de otra mujer, Hope (interpretada por Mia Farrow), que le llega a través de los tubos de la ventilación del edificio. Hope es una mujer joven, embarazada, que no está enamorada de su marido y no quiere tener el hijo que espera. Escuchando los planteos de esta “otra mujer” a su psiquiatra, Marion, de cincuenta años se da cuenta de que nunca se permitió repensar su propia vida, una vida en la que no disfrutó, en la que siempre hizo lo que era esperable que hiciera. O sea, a lo largo de la película desdice el monólogo con el que arranca. La otra mujer a la que alude el título es esa que habla del otro lado de la pared, pero también es esta otra mujer que la misma Marion está buscando dentro de ella, una mujer que hasta ahora no sabía que existía. Y una de las primeras conclusiones que saca como consecuencia de poner en duda su vida hasta ese momento es que la imagen que ella tiene de sí misma es absolutamente diferente a la que los demás tienen de ella. O sea que tanto trabajo y esfuerzo por ser quien los otros querían que ella fuera (sus padres, su actual marido, su primer marido, sus colegas) ni siquiera valió la pena. Escuchar la facilidad con la que Hope habla con el analista de sus miedos y sus sentimientos le permiten a Marion, por primera vez, pensar en los suyos.

Pero si hay algo que me interesa de esta película es la trasmisión de cierto saber de madres a hijas. Y la no trasmisión de otros. Las madres solemos pasar muchos saberes (y varios errores) cotidianos o intelectuales casi como un legado. Podemos darles una receta o explicarles la forma más efectiva para sacar una mancha de un vestido de seda, pero también recomendar un libro, una película, pensar cómo solucionar juntas un problema. Sin embargo lo que nos está prácticamente vedado de trasmitir, si es que la hubo, es la experiencia de la desilusión matrimonial. ¿Por qué? Porque ese relato involucra a su padre. Y no se trata de responsabilidades, ni culpas, sino simplemente de que para contar esa historia hay que hablar de quien compartió con uno esa parte de la vida, una vida puesta en común, con ilusiones, esperanzas y desaciertos, un hombre que no sólo es el que uno quiso sino también su padre. Y entonces esa charla no es posible, o nunca puede ser una charla sincera.

Hacia la mitad de la película hay una escena fundamental en la que Marion lee el poema de Rilke “Torso de Apolo arcaico”. El libro que tiene en sus manos perteneció a su madre que hacía poco acababa de fallecer. La clave de la escena está en los dos últimos versos: “… porque aquí no hay un solo lugar que no te vea. Debes cambiar tu vida”.

El libro, exactamente sobre esas dos líneas, muestra una mancha. Marion estudia esa mancha y se da cuenta de que son las huellas de dos lágrimas ya secas. Entonces ella ahora lo sabe: su madre lloró sobre esos versos. Pero nunca antes había notado que su madre haya sido infeliz, que haya querido cambiar de vida, que el lugar donde estaba no fuera aquel donde quería estar.

También hay una escena similar en Los Puentes de Madison cuando la hija de la protagonista, Francesca (interpretada por Meryl Streep), lee los diarios de su madre que acaba de morir y se entera de que durante su matrimonio se enamoró perdidamente de Robert Kincaid (interpretado por Clint Eastwood), un fotógrafo de la National Geographic, que pasó de casualidad por ese pueblo de Illinois a tomar imágenes de sus puentes. Francesca no se va con él a pesar de lo que siente, decide sostener esa familia en la que cada vez será menos feliz, pero se reserva estar con el hombre al que amó después de la muerte. Por eso es que se lo cuenta a sus hijos en ese diario, para que cumplan su última voluntad: tirar sus cenizas desde los Puentes de Madison, donde unos años antes fueron arrojadas las de Robert Kincaid. Lo que más me conmueve de esta escena es la reacción de la hija de Francesca. El varón se enoja con su madre pero ella no, o mejor dicho, no se enoja porque su madre haya tenido un amante, se enoja porque no se lo hubiera dicho, porque ella misma está desde hace un tiempo en una crisis matrimonial, porque está encerrada en una vida que la hace infeliz pero de la que no puede salir. “Por qué no me lo dijiste antes, por qué no lo supe”, dice su hija, como si saberlo le hubiera dado el permiso necesario para cambiar su vida.

Mi madre quedó viuda a los cincuenta años. Después de la muerte de mi padre nunca más le conocimos un novio ni supimos ningún detalle de su vida sentimental, si es que la hubo. Yo cerca de los cincuenta me divorcié. Y cerca de los cincuenta espero volver a enamorarme. La mitad de mis amigas se separaron cerca de los cincuenta, la otra mitad no. No hay instrucciones para ser feliz. Sólo preguntas y posibles respuestas íntimas. Pero el momento para hacerlas es ahora, antes de que los párpados se nos caigan del todo y ya no nos dejen ver.


*Claudia Piñeiro es escritora. Entre sus obras se destacan "Las viudas de los jueves", "Tuya" y "Betibú".

miércoles, 4 de abril de 2012

Así se construye una bruja

Breve historia acerca del paganismo
y los intentos por erradicarlo





Cuando se trata de rastrear la historia de la palabra “bruja”, la primera sorpresa que uno se lleva es descubrir que no se usa desde tiempos inmemoriales, sino que sus registros más antiguos datan del siglo XII. En cambio, sí hay registros tan viejos como la humanidad acerca de la existencia -real o mítica- de hombres y mujeres con poder de dominio sobre los procesos naturales, e incluso sobre la voluntad de otros.

En su mayoría, los casos "reales" aludían a hombres y mujeres apegados a los cultos a la naturaleza, que concebían al mundo como conformado por dos mitades: masculina y femenina. Creían que sus dioses y diosas actuaban para mantener un equilibrio de poder: cuando lo masculino y lo femenino estaban equilibrados, había armonía en el mundo; cuando no, reinaba el caos. Estas creencias se basaban en el orden divino de la naturaleza, y en el poder femenino y sus vínculos con la Naturaleza y la Madre Tierra.

Es justamente por esto que uno de sus símbolos religiosos más importantes –y seguramente el más conocido- es el Pentáculo, que representa a la mitad femenina de todas las cosas; un concepto religioso que los historiadores de la religión denominan “divinidad femenina” o “Venus divina”.
En su interpretación más estricta, el Pentáculo representa a Venus, la diosa del amor sexual femenino y de la belleza.
¿De dónde surge este símbolo? El planeta Venus trazaba un pentáculo perfecto en la Eclíptica[1] cada ocho años. Tan impresionados quedaron los antiguos al descubrir este fenómeno, que Venus y su pentáculo se convirtieron en símbolo de perfección, belleza y de las propiedades cíclicas del amor sexual.
Tal fue esta impresión que, como tributo a la magia de Venus, los griegos tomaron como medida su ciclo de cuatro años para determinar las Olimpíadas, medida que se sigue considerando para organizar los Juegos Olímpicos.

En el Imperio Romano, la expresión más común para referirse a ellos era pagano, palabra que tiene su origen en el vocablo latín paganus, que significa “habitante del campo”. Durante el período en que los cultos urbanos del Imperio Romano estaban siendo convertidos a una nueva religión, el Cristianismo, estos paganos estaban alejados de las prácticas urbanas, por lo que no fueron adoctrinados en las nuevas creencias. Así, permanecieron fieles a sus antiguos cultos, que quedaron restringidos a las zonas rurales.

La coexistencia de los cultos de la naturaleza con los nuevos cultos urbanos, en el seno del mismo Imperio, fue dando lugar a conflictos, y se constituyó en situación propicia para que las nuevas creencias se apropiaran de los símbolos existentes y los fueran degradando con el tiempo, en un intento de borrar su significado. Sin embargo, han quedado testimonios de esta coexistencia, como nos muestra este pentáculo en la Catedral de Lisboa.

Como parte de la estrategia para erradicar a las religiones paganas y convertir a las masas al cristianismo, en la primera Iglesia Católica romana se comenzó a utilizar el término “pagano” en un sentido peyorativo, se denigró a sus dioses y diosas, y se asociaron sus símbolos al mal, alterándose el significado del Pentáculo.

Con el tiempo, los cristianos fueron creciendo en cantidad –y en poder político- con lo que “ser pagano” pasó a ser considerado “ser un hombre sin religión o sin Dios”, en tanto no se habían asimilado a la que consideraban como la única religión válida.
Y la desconfianza creciente para con los que vivían en las villas rurales era tanta que hasta se cambió de sentido el antiguo término para describir a los campesinos. Así, ser villano –de aludir al habitante de las villas- pasó a ser sinónimo de malvado.

Sin embargo, el paganismo sobrevivió a estos primeros tiempos, y con su supervivencia se recrudecieron las estrategias para su erradicación. A principios del siglo XIV, en épocas en que se extendieron las prácticas de la Inquisición en general, y de las que se conocieron como “caza de brujas” en particular, muchas mujeres y hombres fueron perseguidos por su adhesión a estos cultos de la naturaleza. Durante cuatrocientos años (sí, ¡400!) cerca de nueve millones de hombres, mujeres y niños murieron en la horca o en la pira. El Malleus Maleficarum fue, justamente, una guía para torturar a los acusados de brujería, obligándolos a confesar cualquier cosa de la que estuvieran acusados: estar en el lugar incorrecto o en el momento indebido; ser particularmente bello o feo; loco o retardado, o incluso excepcionalmente inteligente; la práctica sexual femenina fuera del matrimonio; haberse vuelto próspero en poco tiempo; ser propietario de tierras codiciadas por el poder político o religioso…





Como resultado de este proceso, el conocimiento pagano fue disipado, y pasó a significar cualquier palabra o símbolo mágico usado en encantamientos o como parte de tratos satánicos. Ejemplo de esto es lo sucedido con el Pentáculo, que con el tiempo pasó a ser graficado de modo invertido y asociado a la representación del Diablo.





A pesar de esto, el paganismo logró sobrevivir una vez más, manteniendo su reverencia a la Tierra y a todas sus criaturas, considerando a los seres y fenómenos de la naturaleza como interconectados, y viendo en sus ciclos una manifestación del orden divino.

Hoy se ha vuelto particularmente complejo definir al paganismo. Sus creencias, saberes y valores han impregnado –predominando unos sobre otros según sea el caso- a diferentes sistemas de ideas, entre los que podríamos incluir desde algunas prácticas religiosas –como el wiccanismo- hasta al movimiento ecologista o la New Age.
Como sistema de creencias, el paganismo suele ser politeísta aunque no exclusivamente. Muchos paganos ven a todas las cosas como parte de un Gran Misterio, considerando que en todas ellas reside la energía divina. Por eso, tratar de rotular al paganismo como monoteísta o politeísta nos lleva a una aparente contradicción si intentamos responderlo desde una lógica simplista, contradicción que se supera con un pensamiento complejo, que considera a los conceptos de Dios, Diosa, Dioses y Diosas como máscaras del Gran Misterio.

Esta misma lógica compleja es la que nos permite superar una segunda contradicción: la de creencia y ciencia. Las epistemologías dominantes hasta principios del siglo XX coinciden en una visión mecánica de la realidad, y, por lo tanto, en la creencia respecto de que la misma puede ser conocida en tanto se descubran los patrones que subyacen a este mecanicismo, y se los traduzca en leyes y principios.
Durante el siglo XX, la incorporación a la ciencia de las nociones de caos, incertidumbre, relatividad y complejidad, abrió la puerta para la ruptura con esta pretensión de una realidad mecánica y, por lo tanto, de un conocimiento cierto, claro y simple sobre ella.
Así, se legitimó como conocimiento a aquellos saberes sobre el hombre, la naturaleza y sus vínculos, que se habían conservado ocultos durante siglos, transmitidos de boca en boca –mayoritariamente entre mujeres- y por lo general dentro de la familia o de los muy allegados. Se trata de un conjunto de saberes sobre todo relacionados con la sanación a partir de ciertos rituales o el uso de hierbas u otras sustancias naturales, en los que la palabra y la imposición de manos ocupan un lugar privilegiado.



Exactamente del mismo modo en que se realizan estos rituales en las mismas religiones que han intentado erradicarlos y de ellos los tomaron.



[1] La Eclíptica es la línea curva por donde transcurre el Sol alrededor de la Tierra, en su movimiento aparente. Está formada por la intersección del plano de la órbita terrestre con la esfera celeste, es decir, la línea recorrida por el Sol a lo largo de un año respecto del fondo inmóvil de las estrellas.



Si tenés curiosidad por saber más sobre el tema, te invito a visitar el blog La caldera de la bruja.