jueves, 13 de diciembre de 2012

¿Mujercita? ¿Quién quiere ser mujercita?





Sé amable, aunque algunos te crean fácil. No hay peor hipocresía que hacerse la difícil para después consentir. Si se teme la mala interpretación de nuestros pensamientos, sentimientos o moral, con ser clara se superan las dudas. En cambio, la ficción siempre es confusa, genera la percepción en los demás de que somos volubles, de no saber lo que queremos, o de jugar con sus sentimientos, su tiempo y sus vidas.

Se digna, aunque te digan orgullosa. Nos han enseñado que el orgullo es un pecado, pero hay más virtud en él que en la falsa humildad.

Ríe: tímidamente, con media sonrisa, a boca llena, apenas insinuándolo, y también a carcajadas. La risa es una conducta típicamente humana. No hay razones para ahorrarla. Ni para regalarla cuando la situación no lo amerita: justamente porque es una conducta típicamente humana. De qué y cómo rías también te define.

Mira de frente, si no tiene nada que ocultar. Y siempre a los ojos. Las personas que se comunican lo hacen con los ojos revelados.

Sé tierna, y cada vez que sea necesario, sé flexible. La inflexibilidad es el refugio de los débiles de carácter. Quienes nos sentimos fuertes -y lo somos- sabemos cuándo es necesario condescender, e -incluso- regalar una victoria. Los fuertes no ganamos batallas a lo Pirro.

Sé alegre, y no temas por ello caer en la frivolidad: la alegría es un atributo de los inteligentes; la frivolidad de los superficiales. La alegría jamás es superficial; en cambio, la solemnidad no es más que frivolidad disfrazada de seriedad.

Conversa. Nadie conversa mejor que un conversador apasionado.  Nadie aburre más que quien se aburre a sí mismo. La mesura debería operar sólo sobre el propio pensamiento, para que lo que se diga no dañe innecesariamente a los otros. Si la conversación es generosa, es –necesariamente- abundante.

Sé dulce, la dulzura cuando es amorosa- nunca empalaga. Igual que  el azúcar, empalaga si está procesada, jamás cuando es natural. Empalaga la dulzura fingida.

Ama sin dudas, sin celos, sin desconfianza. El amor no es un estado para cobardes: siempre implica riesgos.  Un amor autolimitado no vale la pena, en ninguna de sus dimensiones. Si te genera dudas, celos o desconfianza, eso que estás sintiendo no es amor. O está contaminado: hay que purificarlo.

Oye con oídos abiertos a la verdad: la verdad siempre se manifiesta a sí misma cuando uno está dispuesto a escucharla. El problema nunca es lo que otros dicen, sino lo que se quiere escuchar,  el estar dispuestos a escuchar a medias. Y se escucha a medias cuando sólo se escuchan las palabras, sin su contexto. Un buen escuchador –a la larga o a la corta- sabe ver lo verdadero aún en medio de la falsedad.

 Y sé mujer: las muñecas no sienten, no piensan, no viven. Que nadie te haga creer que se es más y mejor mujer viviendo a medias. Que nadie te haga creer que hay un modo de serlo: descubrí tu propia manera de ser mujer. Y vivíla plenamente. Nadie puede ser más mujer que vos, a tu propia manera.
 
Viviana Taylor

martes, 18 de septiembre de 2012

Por qué cuento lo que cuento


Voy a contarles algo que pocos saben, excepto que lo hayan vivido conmigo, porque jamás lo he contado. Ojalá muchos lo lean, sobre todo quienes se preguntan por qué vengo contando las cosas que cuento estos últimos tiempos. Algo de lo que si bien solía charlar, no formaba parte de mis posteos.

Estoy entrando en los que supongo serán los últimos 3 años de mi carrera. Y decidí ir armándome un proyecto nuevo, porque no quiero pasar lo que me queda de vida mirando televisión y aburriéndome intrascendentemente. No me jubilo porque ya no quiera o no pueda seguir dando clases: me jubilo cuando todavía siento pasión haciéndolo. Y me gusta ver los ojos de los alumnos cuando me miran, y no quiero encontrar una mirada diferente. No creo que los futuros alumnos ni yo nos merezcamos menos. Así que decidí reflotar una vieja y primera vocación para ir dedicándome a ella en el futuro: el periodismo social. Y como no necesito más de lo que tengo –soy austera, y mi austeridad es la clave de mi libertad- decidí hacerlo tal como lo hago ahora: vocacional y no profesionalmente.

Otra cosa que nunca he contado, así que pocos saben, es que alguna vez coqueteé con el oficio. En un lugar privilegiado de mi biblioteca hay algo que me enorgullece enormemente pero que pasa desapercibido para los demás: la medalla con que me honró el Círculo de Periodistas de General Sarmiento por mis aportes al desarrollo del periodismo estudiantil. La fecha no es lo de menos: 7 de junio de 1982 (descansa al lado de otra, que me entregó dos años antes el Círculo Sanmartiniano por un trabajo sobre historia política argentina con el que representé a la escuela y al distrito en la Biblioteca Nacional). Ese mismo año la escuela enmarcó la nota que había escrito sobre Malvinas al finalizar la guerra y me la regaló con una notita que todavía está pegada detrás: a la redactora más prolífica. No fue fácil escribirla, sobre ese tema ni en ese tiempo. Pero a los 16 años uno tiene esa mezcla de inconciencia y omnipotencia que sólo vuelve a la vuelta de la vida… Fue la primera vez que se me acercó gente desconocida a abrazarme emocionada por algo que había escrito. Mis padres, en cambio, temblaban de miedo: a esa altura ya estaba colaborando en la fundación de un periódico local, y ya nos habían seguido los inolvidables falcon verdes, ya nos habían parado a pedirnos documentos, ya nos habían palpado de armas, ya nos habían dicho “déjense de joder, pendejos”… y todo el ritual de la época. Esa nota y ese premio también me valieron un trabajo en la primera agencia periodística que conocí, y donde aprendí la cocina del oficio. Todavía funciona, en el mismo lugar donde se hacía el recordado diario Crítica (para los más jóvenes, no el de Lanata, sino el de Natalio Botana). Ahí fue donde vi discutir a un grupo de viejos periodistas y un editor sobre la publicación o no de un recuadro donde habían inventado que una actriz era lesbiana “por zurdita” (era tan peligroso ser una cosa como otra, pero mintiendo lo primero buscaban estigmatizarla entre colegas). Los periodistas y los pasantes iban y venían entre agencias: en los almuerzos te enterabas de lo que sucedía en todos lados, en todas ellas, en todas las redacciones de todos los diarios. Ahí fue donde oí hablar por primera vez de Papel Prensa. En esas oficinas fue donde, desencantada, decidí ser maestra. Pero nunca dejé de escribir: por ahí hay dando vueltas algunas otras cositas, entre las que destaco un primer premio categoría cuento de SUTEBA, que siento especial porque éramos todos maestros. Y porque me regalaron unos libros que valoro mucho y una estadía para dos personas en el recién inaugurado Hotel de Mar del Plata que disfrutaron mis viejos. Y escribí muchos artículos académicos, publicados por aquí y por allá, en papel y electrónicamente, que me abrieron otras puertas, a otras experiencias.

 Y acá estoy, planificando mi vida de pronta jubilada. Es inevitable que vuelva a revolver mis viejos papeles y aparezca aquella vocación primera. Tengo otra edad, otra experiencia, caminé por muchos caminos diferentes; he fundado escuelas, he militado y he hecho trabajo comunitario… En fin, me pasó la vida por arriba, por al lado y por encima. No me asusta el desencanto porque he visto lo mejor y lo peor en cada lugar por el que he andado.  Estoy lista para lo que otra vez tengo ganas de hacer. Y como soy austera, como dije antes, no necesito más de lo que tengo: eso me hace libre de hacer lo que quiero, como quiero. Y quiero hacerlo honestamente porque lo único que me importa en serio es mantenerme íntegra y digna: la integridad  y la dignidad es lo único que no se pierde ni se roba. Se entrega. Y yo no me entrego: lo aprendí de mi viejo y de mis abuelos, que militaron por sus ideales en cada intersticio en el que pudieron hacerlo. Lo único que quiero lograr en la vida es que mis hijos me miren como yo los miro –todavía, aunque ya no estén dando vueltas por ahí- a ellos.

Y en esta planificación de mi futuro volví a asomar mis narices a la cocina de las noticias, y a compartir mi tiempo con políticos y periodistas, con funcionarios y militantes políticos y sociales, con sindicalistas, con otros bloggeros, intercambiando información, materiales de trabajo y escritos. A muchos periodistas los veo publicar en sus blogs personales lo que no les permiten los medios en los que trabajan. He visto a algunos perder su trabajo por hacerlo. O que algún medio poderoso presione a otro pequeño para que cambie su línea editorial. Y a otros periodistas –los estrella- hacerse los desentendidos ante el reclamo de solidaridad por un compañero despedido, o los muchos desconocidos pero que les hacen el trabajo,  cuyos sueldos no están siendo pagados. Los veo intercambiar mensajes insultantes, cínicos, burlones mientras se televisan los informes que han producido. Los veo anunciar una tapa antes de que salga a la venta, chicaneando para provocar la crítica y poder así denunciar censura previa; y luego seguir insultando durante toda la semana para provocar las reacciones que necesitan para victimizarse y promover el aumento de ventas que necesitan. Y publicar igual una tapa blanca que ya estaba preparada como respuesta al retiro de la publicación de los kioscos, retiro al que apostaron pero perdieron. Leo a muchos periodistas del Grupo Clarín ufanándose de que hay que ver si se logra aplicar la Ley de Medios, porque apuestan a que el gobierno no llegue a diciembre, o llegue tan debilitado que no pueda hacerlo. Y trabajan afanosamente para eso. Sólo les anticipo algo: ¿vieron que con Martín Sabbatella hasta ahora nadie parecía tener problemas? Prepárense para oir las peores cosas a partir del nombramiento como autoridad de ejecución de la Ley de Medios: ya empezaron en la cocina y esta mañana ya escuché bien temprano a Nelson Castro tratándolo de ignorante sobre el tema.

Y los leo a Patricia Bullrich y Eduardo Amadeo diciendo barbaridades, burlones, pero jamás proponiendo una idea. A De Narváez tratando de hacer propio cualquier logro. A López Murphy y Carrió opinando siempre a destiempo, esperando antes a ver qué dicen los demás. Al propio Macri haciendo los comentarios y publicando las fotos con los que después nos mofamos de él, y seguramente otros pensarán quién sabe de dónde se obtuvieron. A Rodríguez Larreta, Esteban Bullrich y Laura Alonso sembrando miedo con sus amenazas sobre lo que harán cuando lleguen al gobierno nacional, como si ya no viésemos lo que le están haciendo a la ciudad. A la gente del FAP resistiendo mal disimuladamente las nuevas y estratégicas incorporaciones de políticos devenidos amplios y progresistas.

Aunque les parezca mentira, también leo insultos y chicaneos de afines al gobierno, pero ninguno de sus funcionarios, legisladores o militantes: insultan sólo simples simpatizantes, de los que, por otro lado, hay de todos los partidos con igual voracidad por la destrucción del otro. Y les aseguro que no los hay tan voraces ni violentamente provocadores como los del PRO. Sí hay una suerte de “soberbia k”, a la que describiría como la seguridad absoluta en que no importa lo que digan de ellos, la gente igual va a ver lo que se hace y los va a seguir eligiendo. Veo en ellos una “prepotencia de trabajo” que muchas veces los hace cometer errores serios, groseros. Pero nada comparado con lo que veo en otros sectores. Y ni que hablar con la impunidad que veo en algún periodista que,mientras se anunciaba su procesamiento, publicaba socarronamente fotos dignas de un mafioso o un narco.

 

Y yo estoy ahí, en un lugar desde el que puedo ver todo esto. Tengo dos opciones: o me callo y sigo la corriente, comentando lo mismo que comentamos todos después de leer el diario y escuchar la radio. O cuento.

Soy austera: mi libertad y mi dignidad son mi único precio. Y tengo la oportunidad de jugar, por un rato, al oficio de mi primera vocación. Quizás algo que dentro de unos pocos años esté haciendo en serio. Esto es lo que estoy haciendo: sólo cuento lo que veo.

 

Viviana Taylor

18 de septiembre, 2012

 

sábado, 14 de julio de 2012

Dos años con la Ley de Matrimonio Igualitario





Le decíamos Carmiña, como homenaje a la heroína de una novela televisiva que entonces estaba de moda. No recuerdo su nombre; o quizás nunca lo supe. Era, para todos, simplemente Carmiña. Así: sin apellido.

Sí recuerdo, en cambio, su cara redonda, como de manzanita, con esos cachetes rosados típicos de la pubertad y las hormonas que colorean la piel. Con pequitas. Y un cabello abundante, ensortijado, de un castaño más bien rojizo. Ahora que lo pienso, lindo cabello tenía.

Todos le decíamos Carmiña. Y tanto se lo dijimos que su nombre quedó por ahí perdido, en los pasillos largos de la escuela. Creo que hasta las maestras le decían así, aunque debo reconocer que nunca oí a ninguna hacerlo. Pero tampoco oí a ninguna recordarnos su verdadero nombre ni reprendernos. Y, a fuerza de no usarlo, este terminó siendo el verdadero: el de la marca de la vergüenza.

Porque en aquellos años, que tus compañeros de grado te llamaran Carmiña –y de tanto llamarte así, que toda la escuela terminara haciéndolo- era la marca de la vergüenza. Carmiña sustituía al tan grotesco “puto” y al tan vulgar “Mariquita”. Carmiña era, en boca de estos chicos de buena familia, casi una concesión. Casi ni sonaba a insulto. Era, casi, un nombre más. El nombre de la vergüenza.

Pero Carmiña no bajaba la cabeza: se vengaba silenciosamente. Era lo que, años más tarde, escucharía llamar “un puto malo”. Carmiña se rebelaba, se imponía, devolvía insultos, trataba de integrarse como fuera a ese grupo que lo aceptaba con la condición de mantenerlo diferente. Y él, con su diferencia, se las arreglaba. O eso parecía.



Cuando terminamos la primaria, todos los grupos de 7º nos disgregamos entre las escuelas de la zona. Los que seguimos estudiando -claro- porque en esos tiempos tampoco era lo obvio.  Y como no habíamos compartido grado -sino apenas los recreos de la escuela- y como no compartíamos amigos -porque Carmiña parecía no tenerlos- le perdí el rastro.

Y así fue como no supe nada de él hasta ese mediodía en que, a punto de entrar a clases en mi nueva escuela, me crucé con la salida del turno de la mañana. Habían pasado apenas unos meses desde que habíamos terminado la primaria, y ahí estábamos, frente a frente, una vieja compañera de entonces y yo. Y la contundencia desangelada con que se informan las trivialidades: “che, ¿te acordás de Carmiña? Se ahorcó”. Eso fue todo.




Desde entonces, cada tanto me acuerdo de Carmiña.
A veces me pregunto si ese final habrá sido cierto. Nunca lo confirmé con nadie. Quizás, porque prefiero que quede así, en la posibilidad de una duda en la que en realidad no creo. Pero que es consolador tener.
Otras veces me pregunto qué habría sido de su vida si no hubiese sido su muerte. Y no puedo dejar de pensar cuánto tuvimos que ver nosotros con ella. Y se me estruja el corazón pensando en ese chico, a quien en realidad no conocí más que por su nombre de la vergüenza, porque seguramente entre todos fuimos dándole pequeños empujoncitos arrimándolo a su muerte. Y soy yo quien siente una profunda vergüenza: vergüenza por no saber su nombre, vergüenza por los compañeros que fuimos, vergüenza por las maestras que tuvimos, vergüenza por la sociedad en la que vivíamos. Vergüenza.



Creo que hoy Carmiña podría estar viviendo una vida que no sé si soñó, pero evidentemente no imaginó posible. Por eso hoy estoy tan feliz: por todos los Carmiñas, los putos, los putos malos, los Mariquitas, los chupapijas, los culorrotos, los maricones, los trolos, los reventados, los degenerados, los invertidos, los travas, las machonas, las tortas, las tortilleras, las trolas… en fin, por todas las personas que han sido estigmatizadas durante tanto tiempo por su condición de género y sexual. Por los que durante tanto tiempo no tuvieron siquiera derecho a un nombre que los nombrara sin implicar vergüenza. 
Y estoy feliz también por todos los otros, los que quedamos del lado de la norma y la regularidad, del montón y de la mayoría. Porque el reconocimiento de los derechos de unos nos liberan a todos.




Carmiña: va por vos. Salud.


martes, 26 de junio de 2012

Romina Tejerina

Si la hubiesen escuchado, no la habrían violado.
Si no la hubiesen violado, no se habría embarazado.
Si no se hubiese embarazado, o hubiese podido no continuar adelante con el embarazo, no lo habría ocultado.
Si no lo hubiese ocultado, no habría dado a luz sola en el piso de un baño.
Si no hubiese dado sola a luz en un baño, no habría matado a su beba.
Si no hubiese matado a su beba, una justicia que había decidido desde antes no la hubiese condenado...
Si no la hubiesen condenado, ni hubiese matado a su beba, ni hubiese dado  a luz sola en el piso de un baño, ni se hubiese ocultado, ni se hubiese embarazado, ni hubiese sido violada, y la hubieran escuchado, hoy no estaría pidiendo a gritos que la encarcelen, porque no se sentiría culpable de un hecho del que fue víctima.

Este juicio fue la expresión más acabada de la violencia de género, que terminó con la muerte de una niñita inocente y con la vida de una jovencita.
Mientras tanto, su violador y su juez siguen adelante.
                                                              

Viviana Taylor



Romina Tejerina, una a joven jujeña hoy de 29 años, fue condenada en 2005 a 14 años de cárcel por el homicidio de su beba recién nacida. El domingo 24 de junio, luego de haber purgado una condena de 9 años y 4 meses de prisión, recuperó su libertad, justo el día de su cumpleaños.
Acaba de padecer una crisis nerviosa, en la que -según sus allegados- empezó a gritar que quería volver a la cárcel.

jueves, 31 de mayo de 2012

Cosas que pasan mientras uno está en clase




Acerca de la donación de órganos



Anoche me pasó algo súper emocionante. Una de esas cosas  que hacen valer la pena tener facebook, postear "pavaditas" (son las que hacen que los alumnos me lean "para ver qué puso la Taylor") y de vez en cuando algo importante, como para justificar tanta tontería juguetona.

Resulta que faltaban unos 10 ó 15 minutos para terminar la clase en 2º B del Profesorado de Educación Primaria, y una alumna me pidió si podía preguntar algo que nada tenía que ver con la clase ni la materia. Me sorprendió, porque ninguno de mis alumnos suele ser tan "considerado": siempre preguntan cosas que no tienen que ver ni con la clase ni con la materia (claro que también preguntan sobre eso… pero no siempre). Más me sorprendió ver las vueltas que daban (eran en realidad varias quienes querían preguntar) hasta que se animaron y me pidieron que explicara cómo era "eso de donar órganos". Y dio para hablar de un montón de cuestiones, de derribar mitos urbanos con los que se suele aterrorizar a la gente y operan en contra de la donación, para aclarar cuáles son las condiciones en que se puede realizar la ablación, escuchar a compañeros que experimentaron en su familia la donación y gracias a ella tienen a sus seres queridos. Conversamos acerca de lo difícil que es la decisión para la familia, por lo que también es un acto de amor relevarlos de tener que tomar esa decisión, y manifestar nosotros mismos qué queremos hacer al respecto. Pero sobre todo se creó un clima de emoción y amorosidad. También hubo un poco de humor negro (ya me conocen): no me privé de bromear con que quizás un hijo de ellos en el futuro estudie Medicina y les describa sus prácticas sobre un cuerpo que quizás reconozcan como el mío.

Antes de irme, espontáneamente (por eso no fue a todos) les dije a quienes iniciaron la charla que quería mostrarles algo: les mostré el papelito que certifica mi voluntad de donación para transplante o para investigación, que llevo siempre encima. Y les dije que, si me va a "pisar" un camión, al menos quiero que de la desgracia (mía) salga algo bueno (para otros).

Un beso grande a mis alumnos de 2º B de Primaria, anoche hicieron que valga especialmente la pena mi tarea.



Viviana Taylor

31 de mayo, 2012



P.D.: También los quiero a todos los demás, no se pongan celositos... pero bue, anoche me pasó eso con ellos.

miércoles, 30 de mayo de 2012

El mito de la belleza y la domesticación de las niñas


“La dieta es el sedante más potente de la historia de las mujeres”


Naomi Wolf



Esta frase se me quedó grabada cuando a principios de los noventa leí el libro (imprescindible) “El mito de la belleza“, de Naomi Wolf. En el explica detalladamente como, por culpa de la presión para estar más delgadas, una legión de mujeres brillantes en vez de comerse el mundo y llegar donde les de la gana van a pasar casi toda su existencia amargadas, peleando contra sus cuerpos, haciendo dietas, operándose, sufriendo mucho o incluso muriendo demasiado pronto. Y sobre todo, esa legión de mujeres (muchas de las cuales ni siquiera llegan a estar enfermas desde el punto de vista médico) no van a tener fuerza, energía, ni ganas de competir con sus rivales masculinos, no van a alcanzar puestos de poder, ni van a poder rebelarse ante la tiranía de la belleza. Van a vivir sumisas, anuladas, o domesticadas.


Este artículo puede ser leído completo en el blog de Ibone Olza

viernes, 18 de mayo de 2012

Mi Patria es mi lengua






En el año 2001, en pleno ascenso de la cresta de la ola de la que sería el mayor quiebre económico, político y social que registró nuestra historia, me sentí tentada por una propuesta laboral muy interesante. Resulta que yo estaba tratando de superar una crisis personal (coincidentemente, también el mayor quiebre en mi historia) cuando por esas vueltas extrañas que tiene la vida, desde el instituto de enseñanzas de idiomas de una universidad española se me pidió considerar la posibilidad de integrarme a su grupo de trabajo. Revisé e hice algunas observaciones a unos documentos de trabajo que me enviaron, y la propuesta se amplió: incluyeron la probabilidad de radicación temporal en otros países de Europa, pero sobre todo en Estados Unidos o Australia, en relación con las actividades en otras sedes y la apertura de algunas nuevas.

La historia es conocida: decidí quedarme, con mi crisis personal encaminada y el quiebre económico, político y social en pleno grito.

¿Por qué me quedé? Toda decisión de esta envergadura es compleja. No hay una razón única que la haya motivado. Por supuesto, me asustaban las consecuencias de esta vida nómada en mis hijos, pero también en la separación de mis padres y en mi hermano. Y aunque hasta ese momento no me había planteado cuestiones relativas a mi capacidad para el trabajo que me proponían, un día, después de clases, decidí que esa tarea no era para mí ni yo para ella.

Resulta que había estado compartiendo con mis alumnos unos de esos largos encuentros de cuatro horas que implicaba la formación docente para profesionales. Revisábamos un tema un tanto engorroso, al que fuimos encontrándole necesarias vueltas de tuerca con metáforas, chistes, juegos de palabras… en fin, todos esos adornos con que se engalana nuestro idioma cotidiano cuando compartimos un cierto sentido común, una misma historia y costumbres, una cierta forma de ser y estar en el aquí y el ahora, que no se puede tener con cualquiera ni en cualquier lado. Algo mágico que ocurre cuando estamos entre “nosotros”, cuando nos sentimos en comunidad. Una comunidad que, como nunca antes, visceralmente, desde lo más profundo de las tripas, sentí que no era otra que una comunidad lingüística. Y yo era ciudadana de ella.

Durante un tiempo me volví una espectadora especialmente atenta de mis propias prácticas enseñantes. Y así fui descubriendo que lo que las define es, sobre todo, un cierto modo de decir, que tiene que ver con mi manera de estar. Yo estoy totalmente ahí, y lo expreso de esa manera. No hay manera de que pueda ser la misma en otro lugar, porque seguiré estando aquí, expresándome de esta manera. Seré, apenas, una extranjera que habla de y desde otros lugares. Y si bien siempre es profundamente formativo escuchar lo que tienen que decir los otros, yo no quería –ni quiero- como proyecto de vida, ser ese tipo de otro. Elegí, por eso, permanecer aquí: en mi Patria, que es mi lengua; con mi forma de ser ciudadana de ella, que es mi habla.





lunes, 9 de abril de 2012

sábado, 7 de abril de 2012

La mujer a los 50: inventario y cuenta nueva












Siempre me preocupó la idea de la muerte. En realidad, más que la idea de la muerte misma, lo que me inquieta desde una temprana edad es tener una conciencia absoluta de la finitud: esto, algún día, se acaba. Durante mucho tiempo me conformé multiplicando mi edad por dos y concluyendo: tranquila, todavía no llegaste a la mitad de la vida. Pero desde hace unos años las cuentas no me dan, a menos que, como el Magiclik, yo haya venido al mundo con garantía por 104 años.

Son los cincuenta los que marcan la verdadera bisagra. Cuando uno cumple treinta o cuarenta cree que está pasando por un umbral hacia otra vida. Es un error de juventud. Son números redondos y eso impacta, pero nada más, a esa edad aún queda bastante rollo por delante. Cuando uno cumple cincuenta se ríe de aquel que fue y de las preocupaciones que hoy sabe no merecían tanta dedicación. Se ríe un rato, no más, porque enseguida concluye que ahora sí, que éste, el de los cincuenta, es el verdadero umbral. Es entonces cuando aparecen señales evidentes de que algo, de verdad, cambió. O de que algo tiene que cambiar. O de que nada, nunca, cambiará. Elige tu propia aventura, si es que puedes.

Algunas modificaciones se notan más que otras. El cuerpo, por ejemplo, se hace notar. Hasta mis amigas más flacas, esas que nunca se preocuparon por hacer dieta y que persisten en seguir usando un jean apretado, de pronto portan una especie de matambre arrollado en la cintura que logran disimular cuando están paradas pero que aflora, impertinente, en cuanto se sientan. “Es hormonal, por la edad”, dicen cuando te descubren mirando su cintura con aflicción, “no se puede hacer nada”. Luego, en defensa propia, te echan la maldición: “Ya vas a ver”. Y ves, claro que ves. El cambio no se limita a la cintura. Los pechos van camino a conformar un bloque único e indiferenciado, donde es difícil determinar pecho izquierdo y pecho derecho. Las manos se manchan con pecas que no son de sol sino de vejez. Si salen canas se tiñen, pero lo que no es fácil de ocultar es que el pelo está cada vez más ralo, cada vez más fino y cada vez más opaco. Los ojos se dividen entre los operados que siempre miran con asombro, las cejas levantadas y una expresión como si los hubieras agarrado metiendo el dedo en el tarro de dulce de leche, y aquellos otros, los que no pasaron por el bisturí, a los que se le cayeron los párpados.

Claro que no a todas se nos presentan las mismas marcas de época ni nuestros cuerpos son máquinas que se comportan de un modo preestablecido. Cada una va haciendo lo que puede. Una noche una amiga de mi misma edad se preparaba frente al espejo para una cena que íbamos a compartir con otras amigas. Su hijo adolescente la observaba tirado en la cama, mirando una película o aparentando mirar una película. Ella no hacía demasiado, apenas se acomodaba el pelo, se desabrochaba el último botón de la camisa, se miraba semi girada hacia un lado y luego semi girada hacia el otro, lo que hacemos todas antes de salir. De pronto el adolescente le dijo: “Maaa”. “Qué”, contestó mi amiga. “¿Alguna vez te pusiste a pensar que tenés la misma edad que Madonna?; es increíble, ¿no?” La frase fue lapidaria, inoportuna, escandalosa, cruel y cierta. Mi amiga salió con el peor de los humores. Y su humor nos lo contagió a las demás: esa noche, todas supimos que teníamos la misma edad de Madonna. O eso creíamos, al día siguiente una de las integrantes más obsesivas del grupo vino con el dato preciso: No tenemos la misma edad, ella es dos años mayor.

Michelle Pfieffer, Siri Hustvedt, Mercedes Morán, Juliette Binoche, todas están años más, años menos, rondando los cincuenta. O sea, se puede llegar en mejor estado, lo que sí, es más caro y más trabajoso.

Pero dejando de lado lo físico, lo que verdaderamente marca el umbral en esta década es tomar conciencia o no de la propia vida, revisarla o no, aceptarla o no. Y la propia vida nos incluye a nosotros como individualidades, pero también a nuestra familia, a nuestros amores (maridos, novios, amantes), a nuestros amigos, a nuestro trabajo. ¿Estamos donde queremos estar? ¿Estamos con quien queremos estar? La respuesta puede ser que sí, y en ese caso valoraremos más aquello que logramos y que hoy constituye “nuestra vida”, lo seguiremos abonando, trabajaremos para que no se rompa, lo disfrutaremos. La respuesta puede ser que no, y entonces se activará el motor para buscar un lugar más propicio donde pasar los años que quedan. Lo que sin dudas es imperdonable a esta altura de la vida es no tener el coraje suficiente para hacerse la pregunta: ¿tengo la vida que quiero tener?, no darse permiso para cuestionar si uno es feliz o no y mirar hacia otro lado para no tener que decidir si seguir como hasta ahora o cambiar.

“Si alguien me hubiera preguntado cuando cumplí cincuenta años si estaba satisfecha con mi vida hasta entonces, hubiera respondido que estaba razonablemente conforme con mis logros personales y profesionales. No es que no quisiera ahondar por temor a encontrarme con un lado oscuro de mi personalidad, pero siempre creí que si algo funciona es mejor dejarlo que siga así.” Con este monólogo interior empieza la película de Woody Allen La otra mujer que se estrenó a fines de los años 80. Gena Rowlands le daba vida a la protagonista a quien corresponde ese monólogo interior, Marion Post, una profesora universitaria de filosofía que se toma un verano sabático para escribir un libro postergado. Pero en el departamento vecino a su estudio están haciendo arreglos y los ruidos de la construcción no le permiten concentrarse en la escritura. Por ese motivo decide alquilar temporalmente otro departamento en un edificio donde su vecino de piso es un psiquiatra. Entonces ya no son los ruidos de los albañiles los que no la dejarán trabajar, sino la voz de otra mujer, Hope (interpretada por Mia Farrow), que le llega a través de los tubos de la ventilación del edificio. Hope es una mujer joven, embarazada, que no está enamorada de su marido y no quiere tener el hijo que espera. Escuchando los planteos de esta “otra mujer” a su psiquiatra, Marion, de cincuenta años se da cuenta de que nunca se permitió repensar su propia vida, una vida en la que no disfrutó, en la que siempre hizo lo que era esperable que hiciera. O sea, a lo largo de la película desdice el monólogo con el que arranca. La otra mujer a la que alude el título es esa que habla del otro lado de la pared, pero también es esta otra mujer que la misma Marion está buscando dentro de ella, una mujer que hasta ahora no sabía que existía. Y una de las primeras conclusiones que saca como consecuencia de poner en duda su vida hasta ese momento es que la imagen que ella tiene de sí misma es absolutamente diferente a la que los demás tienen de ella. O sea que tanto trabajo y esfuerzo por ser quien los otros querían que ella fuera (sus padres, su actual marido, su primer marido, sus colegas) ni siquiera valió la pena. Escuchar la facilidad con la que Hope habla con el analista de sus miedos y sus sentimientos le permiten a Marion, por primera vez, pensar en los suyos.

Pero si hay algo que me interesa de esta película es la trasmisión de cierto saber de madres a hijas. Y la no trasmisión de otros. Las madres solemos pasar muchos saberes (y varios errores) cotidianos o intelectuales casi como un legado. Podemos darles una receta o explicarles la forma más efectiva para sacar una mancha de un vestido de seda, pero también recomendar un libro, una película, pensar cómo solucionar juntas un problema. Sin embargo lo que nos está prácticamente vedado de trasmitir, si es que la hubo, es la experiencia de la desilusión matrimonial. ¿Por qué? Porque ese relato involucra a su padre. Y no se trata de responsabilidades, ni culpas, sino simplemente de que para contar esa historia hay que hablar de quien compartió con uno esa parte de la vida, una vida puesta en común, con ilusiones, esperanzas y desaciertos, un hombre que no sólo es el que uno quiso sino también su padre. Y entonces esa charla no es posible, o nunca puede ser una charla sincera.

Hacia la mitad de la película hay una escena fundamental en la que Marion lee el poema de Rilke “Torso de Apolo arcaico”. El libro que tiene en sus manos perteneció a su madre que hacía poco acababa de fallecer. La clave de la escena está en los dos últimos versos: “… porque aquí no hay un solo lugar que no te vea. Debes cambiar tu vida”.

El libro, exactamente sobre esas dos líneas, muestra una mancha. Marion estudia esa mancha y se da cuenta de que son las huellas de dos lágrimas ya secas. Entonces ella ahora lo sabe: su madre lloró sobre esos versos. Pero nunca antes había notado que su madre haya sido infeliz, que haya querido cambiar de vida, que el lugar donde estaba no fuera aquel donde quería estar.

También hay una escena similar en Los Puentes de Madison cuando la hija de la protagonista, Francesca (interpretada por Meryl Streep), lee los diarios de su madre que acaba de morir y se entera de que durante su matrimonio se enamoró perdidamente de Robert Kincaid (interpretado por Clint Eastwood), un fotógrafo de la National Geographic, que pasó de casualidad por ese pueblo de Illinois a tomar imágenes de sus puentes. Francesca no se va con él a pesar de lo que siente, decide sostener esa familia en la que cada vez será menos feliz, pero se reserva estar con el hombre al que amó después de la muerte. Por eso es que se lo cuenta a sus hijos en ese diario, para que cumplan su última voluntad: tirar sus cenizas desde los Puentes de Madison, donde unos años antes fueron arrojadas las de Robert Kincaid. Lo que más me conmueve de esta escena es la reacción de la hija de Francesca. El varón se enoja con su madre pero ella no, o mejor dicho, no se enoja porque su madre haya tenido un amante, se enoja porque no se lo hubiera dicho, porque ella misma está desde hace un tiempo en una crisis matrimonial, porque está encerrada en una vida que la hace infeliz pero de la que no puede salir. “Por qué no me lo dijiste antes, por qué no lo supe”, dice su hija, como si saberlo le hubiera dado el permiso necesario para cambiar su vida.

Mi madre quedó viuda a los cincuenta años. Después de la muerte de mi padre nunca más le conocimos un novio ni supimos ningún detalle de su vida sentimental, si es que la hubo. Yo cerca de los cincuenta me divorcié. Y cerca de los cincuenta espero volver a enamorarme. La mitad de mis amigas se separaron cerca de los cincuenta, la otra mitad no. No hay instrucciones para ser feliz. Sólo preguntas y posibles respuestas íntimas. Pero el momento para hacerlas es ahora, antes de que los párpados se nos caigan del todo y ya no nos dejen ver.


*Claudia Piñeiro es escritora. Entre sus obras se destacan "Las viudas de los jueves", "Tuya" y "Betibú".

miércoles, 4 de abril de 2012

Así se construye una bruja

Breve historia acerca del paganismo
y los intentos por erradicarlo





Cuando se trata de rastrear la historia de la palabra “bruja”, la primera sorpresa que uno se lleva es descubrir que no se usa desde tiempos inmemoriales, sino que sus registros más antiguos datan del siglo XII. En cambio, sí hay registros tan viejos como la humanidad acerca de la existencia -real o mítica- de hombres y mujeres con poder de dominio sobre los procesos naturales, e incluso sobre la voluntad de otros.

En su mayoría, los casos "reales" aludían a hombres y mujeres apegados a los cultos a la naturaleza, que concebían al mundo como conformado por dos mitades: masculina y femenina. Creían que sus dioses y diosas actuaban para mantener un equilibrio de poder: cuando lo masculino y lo femenino estaban equilibrados, había armonía en el mundo; cuando no, reinaba el caos. Estas creencias se basaban en el orden divino de la naturaleza, y en el poder femenino y sus vínculos con la Naturaleza y la Madre Tierra.

Es justamente por esto que uno de sus símbolos religiosos más importantes –y seguramente el más conocido- es el Pentáculo, que representa a la mitad femenina de todas las cosas; un concepto religioso que los historiadores de la religión denominan “divinidad femenina” o “Venus divina”.
En su interpretación más estricta, el Pentáculo representa a Venus, la diosa del amor sexual femenino y de la belleza.
¿De dónde surge este símbolo? El planeta Venus trazaba un pentáculo perfecto en la Eclíptica[1] cada ocho años. Tan impresionados quedaron los antiguos al descubrir este fenómeno, que Venus y su pentáculo se convirtieron en símbolo de perfección, belleza y de las propiedades cíclicas del amor sexual.
Tal fue esta impresión que, como tributo a la magia de Venus, los griegos tomaron como medida su ciclo de cuatro años para determinar las Olimpíadas, medida que se sigue considerando para organizar los Juegos Olímpicos.

En el Imperio Romano, la expresión más común para referirse a ellos era pagano, palabra que tiene su origen en el vocablo latín paganus, que significa “habitante del campo”. Durante el período en que los cultos urbanos del Imperio Romano estaban siendo convertidos a una nueva religión, el Cristianismo, estos paganos estaban alejados de las prácticas urbanas, por lo que no fueron adoctrinados en las nuevas creencias. Así, permanecieron fieles a sus antiguos cultos, que quedaron restringidos a las zonas rurales.

La coexistencia de los cultos de la naturaleza con los nuevos cultos urbanos, en el seno del mismo Imperio, fue dando lugar a conflictos, y se constituyó en situación propicia para que las nuevas creencias se apropiaran de los símbolos existentes y los fueran degradando con el tiempo, en un intento de borrar su significado. Sin embargo, han quedado testimonios de esta coexistencia, como nos muestra este pentáculo en la Catedral de Lisboa.

Como parte de la estrategia para erradicar a las religiones paganas y convertir a las masas al cristianismo, en la primera Iglesia Católica romana se comenzó a utilizar el término “pagano” en un sentido peyorativo, se denigró a sus dioses y diosas, y se asociaron sus símbolos al mal, alterándose el significado del Pentáculo.

Con el tiempo, los cristianos fueron creciendo en cantidad –y en poder político- con lo que “ser pagano” pasó a ser considerado “ser un hombre sin religión o sin Dios”, en tanto no se habían asimilado a la que consideraban como la única religión válida.
Y la desconfianza creciente para con los que vivían en las villas rurales era tanta que hasta se cambió de sentido el antiguo término para describir a los campesinos. Así, ser villano –de aludir al habitante de las villas- pasó a ser sinónimo de malvado.

Sin embargo, el paganismo sobrevivió a estos primeros tiempos, y con su supervivencia se recrudecieron las estrategias para su erradicación. A principios del siglo XIV, en épocas en que se extendieron las prácticas de la Inquisición en general, y de las que se conocieron como “caza de brujas” en particular, muchas mujeres y hombres fueron perseguidos por su adhesión a estos cultos de la naturaleza. Durante cuatrocientos años (sí, ¡400!) cerca de nueve millones de hombres, mujeres y niños murieron en la horca o en la pira. El Malleus Maleficarum fue, justamente, una guía para torturar a los acusados de brujería, obligándolos a confesar cualquier cosa de la que estuvieran acusados: estar en el lugar incorrecto o en el momento indebido; ser particularmente bello o feo; loco o retardado, o incluso excepcionalmente inteligente; la práctica sexual femenina fuera del matrimonio; haberse vuelto próspero en poco tiempo; ser propietario de tierras codiciadas por el poder político o religioso…





Como resultado de este proceso, el conocimiento pagano fue disipado, y pasó a significar cualquier palabra o símbolo mágico usado en encantamientos o como parte de tratos satánicos. Ejemplo de esto es lo sucedido con el Pentáculo, que con el tiempo pasó a ser graficado de modo invertido y asociado a la representación del Diablo.





A pesar de esto, el paganismo logró sobrevivir una vez más, manteniendo su reverencia a la Tierra y a todas sus criaturas, considerando a los seres y fenómenos de la naturaleza como interconectados, y viendo en sus ciclos una manifestación del orden divino.

Hoy se ha vuelto particularmente complejo definir al paganismo. Sus creencias, saberes y valores han impregnado –predominando unos sobre otros según sea el caso- a diferentes sistemas de ideas, entre los que podríamos incluir desde algunas prácticas religiosas –como el wiccanismo- hasta al movimiento ecologista o la New Age.
Como sistema de creencias, el paganismo suele ser politeísta aunque no exclusivamente. Muchos paganos ven a todas las cosas como parte de un Gran Misterio, considerando que en todas ellas reside la energía divina. Por eso, tratar de rotular al paganismo como monoteísta o politeísta nos lleva a una aparente contradicción si intentamos responderlo desde una lógica simplista, contradicción que se supera con un pensamiento complejo, que considera a los conceptos de Dios, Diosa, Dioses y Diosas como máscaras del Gran Misterio.

Esta misma lógica compleja es la que nos permite superar una segunda contradicción: la de creencia y ciencia. Las epistemologías dominantes hasta principios del siglo XX coinciden en una visión mecánica de la realidad, y, por lo tanto, en la creencia respecto de que la misma puede ser conocida en tanto se descubran los patrones que subyacen a este mecanicismo, y se los traduzca en leyes y principios.
Durante el siglo XX, la incorporación a la ciencia de las nociones de caos, incertidumbre, relatividad y complejidad, abrió la puerta para la ruptura con esta pretensión de una realidad mecánica y, por lo tanto, de un conocimiento cierto, claro y simple sobre ella.
Así, se legitimó como conocimiento a aquellos saberes sobre el hombre, la naturaleza y sus vínculos, que se habían conservado ocultos durante siglos, transmitidos de boca en boca –mayoritariamente entre mujeres- y por lo general dentro de la familia o de los muy allegados. Se trata de un conjunto de saberes sobre todo relacionados con la sanación a partir de ciertos rituales o el uso de hierbas u otras sustancias naturales, en los que la palabra y la imposición de manos ocupan un lugar privilegiado.



Exactamente del mismo modo en que se realizan estos rituales en las mismas religiones que han intentado erradicarlos y de ellos los tomaron.



[1] La Eclíptica es la línea curva por donde transcurre el Sol alrededor de la Tierra, en su movimiento aparente. Está formada por la intersección del plano de la órbita terrestre con la esfera celeste, es decir, la línea recorrida por el Sol a lo largo de un año respecto del fondo inmóvil de las estrellas.



Si tenés curiosidad por saber más sobre el tema, te invito a visitar el blog La caldera de la bruja.

viernes, 30 de marzo de 2012

Cosas que me pregunto

o
 
Ambigüedades ontológicas acerca de los niños por nacer
 
 
 
 
Esta nota la escribí y publiqué por primera vez el 28 de enero de 2010, en ocasión del accidente provocado por Rodrigo Barrios. Esta semana, coincidentemente, se está esperando su sentencia mientras se debate nuevamente acerca del aborto.
 
 
 
Esta semana ocurrió un hecho por demás desgraciado. El boxeador Rodrigo "la hiena" Barrios, en una aparente loca carrera, chocó a un automóvil que estaba parado frente a un semáforo en rojo, e inició una carambola que culminó con la muerte de una joven embarazada.


Es extraño... pero ser una joven embarazada le imprimió un dramatismo especial a la noticia. Como si la vida de la joven se viera especialmente enriquecida por el embarazo. Pero parece que en realidad no, ya que ante la pregunta de diferentes periodistas en distintos medios, varios abogados coincidieron en que la pena no se vería agravada por tal hecho, ya que "un niño por nacer no puede ser muerto". Por lo tanto, se trató -legalmente- de un único homicidio culposo.




Extraño... me siento confundida desde la primera vez que oí la opinión. Y confieso que primero pensé que se trataría de la posición personal de un abogado, y no de una cuestión de doctrina: ¿cómo es posible que, el mismo "niño por nacer", no pueda ser "matado" en un caso como este pero, si la mujer hubiese decidido interrumpir su embarazo, el aborto sí sería punible para ella y para quienes hubieran participado?. Pero parece que es así, nomás... al menos eso dijeron todos los abogados a los que escuché opinar sobre el tema.




Y yo me pregunto: ¿será que hay diferentes definiciones legales sobre "niño por nacer"?


¿Será que un niño por nacer no tiene vida de hecho -sino apenas como posibilidad- y por lo tanto no puede ser "matado", ya que no se le puede quitar a alguien lo que no tiene?


¿Será que no se puede alegar por su derecho a la vida, porque el derecho comienza cuando la vida se hace efectiva, esto es, a partir del nacimiento? ¿Será que ese es el momento en que, como persona con vida independiente, se hace acreedor de sus derechos?




Entonces, si esto es así, ¿será que el aborto, en todo caso, se trata de otro tipo de delito, que no tiene que ver con quitar una vida donde todavía no la hay con autonomía?


¿Qué es, entonces, lo que se pena cuando se pena un aborto? ¿Se pena a una mujer, cuya sexualidad se ha hecho evidente con el embarazo, y sólo asumiéndose como madre puede legitimarla?


¿Será por eso que estamos más inclinados a aceptar la interrupción de un embarazo cuando es fruto de una violación, sobre todo si se trata de una menor o una discapacitada mental? ¿Porque se trata del embarazo de una mujer que no ha sido sujeto de su génito-sexualidad, sino objeto de la genitalidad de otro, y se acepta que se pueda borrar esa marca?


¿Borrarla como qué? ¿Como que acá nada ocurrió? ¿Silenciar lo que ha acontecido en su cuerpo? ¿O silenciar lo que el hombre es capaz de hacer en el cuerpo de la mujer, porque es tan difícil de asumir la violencia genital y sexual masculina sobre el cuerpo femenino, como la genitalidad femenina?


¿Por eso, si una mujer casada denuncia que su embarazo es fruto de una violación perpretada por su marido, se volverá a su casa doblemente humillada?




Si esta joven no hubiese estado embarazada, ¿igual seguiríamos hablando de ella? ¿O sólo nos condoleríamos de la mala suerte del campeón caído?


Y si esta joven hubiese sobrevivido, y no así su embarazo. ¿Qué diríamos? ¿Que perdió a su niño? ¿Dónde lo perdió? ¿Cómo es que "se pierde a un niño"? Suena a descuido. O, en el mejor de los casos, a fatalidad.


¿Y cuál habría sido la carátula de la causa? ¿Lesiones? Y si la vida de la mujer no hubiese estado nunca en peligro, apenas si hubiese perdido su embarazo, ¿podría alegarse que se trató de lesiones graves?




En fin... parece que un niño por nacer no es un niño. Salvo que la mujer que lo lleva en su vientre decida, ella misma, dejar de portarlo. Y entonces sí, toda la fuerza de la ley sobre ella. Y sobre sus cómplices.

Mis preceptos femeninos