viernes, 18 de mayo de 2012

Mi Patria es mi lengua






En el año 2001, en pleno ascenso de la cresta de la ola de la que sería el mayor quiebre económico, político y social que registró nuestra historia, me sentí tentada por una propuesta laboral muy interesante. Resulta que yo estaba tratando de superar una crisis personal (coincidentemente, también el mayor quiebre en mi historia) cuando por esas vueltas extrañas que tiene la vida, desde el instituto de enseñanzas de idiomas de una universidad española se me pidió considerar la posibilidad de integrarme a su grupo de trabajo. Revisé e hice algunas observaciones a unos documentos de trabajo que me enviaron, y la propuesta se amplió: incluyeron la probabilidad de radicación temporal en otros países de Europa, pero sobre todo en Estados Unidos o Australia, en relación con las actividades en otras sedes y la apertura de algunas nuevas.

La historia es conocida: decidí quedarme, con mi crisis personal encaminada y el quiebre económico, político y social en pleno grito.

¿Por qué me quedé? Toda decisión de esta envergadura es compleja. No hay una razón única que la haya motivado. Por supuesto, me asustaban las consecuencias de esta vida nómada en mis hijos, pero también en la separación de mis padres y en mi hermano. Y aunque hasta ese momento no me había planteado cuestiones relativas a mi capacidad para el trabajo que me proponían, un día, después de clases, decidí que esa tarea no era para mí ni yo para ella.

Resulta que había estado compartiendo con mis alumnos unos de esos largos encuentros de cuatro horas que implicaba la formación docente para profesionales. Revisábamos un tema un tanto engorroso, al que fuimos encontrándole necesarias vueltas de tuerca con metáforas, chistes, juegos de palabras… en fin, todos esos adornos con que se engalana nuestro idioma cotidiano cuando compartimos un cierto sentido común, una misma historia y costumbres, una cierta forma de ser y estar en el aquí y el ahora, que no se puede tener con cualquiera ni en cualquier lado. Algo mágico que ocurre cuando estamos entre “nosotros”, cuando nos sentimos en comunidad. Una comunidad que, como nunca antes, visceralmente, desde lo más profundo de las tripas, sentí que no era otra que una comunidad lingüística. Y yo era ciudadana de ella.

Durante un tiempo me volví una espectadora especialmente atenta de mis propias prácticas enseñantes. Y así fui descubriendo que lo que las define es, sobre todo, un cierto modo de decir, que tiene que ver con mi manera de estar. Yo estoy totalmente ahí, y lo expreso de esa manera. No hay manera de que pueda ser la misma en otro lugar, porque seguiré estando aquí, expresándome de esta manera. Seré, apenas, una extranjera que habla de y desde otros lugares. Y si bien siempre es profundamente formativo escuchar lo que tienen que decir los otros, yo no quería –ni quiero- como proyecto de vida, ser ese tipo de otro. Elegí, por eso, permanecer aquí: en mi Patria, que es mi lengua; con mi forma de ser ciudadana de ella, que es mi habla.