jueves, 18 de marzo de 2010

Lo que Lourdes sabe


Viviana Taylor



Lourdes tiene magníficos 11 años. Sus ojos negros se vuelven inmensos cuando se asombra, o cuando no entiende. Y los 11 años se viven con ojos inmensos.
Lourdes está aprendiendo a ser grande, y lo hace de a poco. Desde su niñez amorosamente cuidada, aventurarse sola en un viaje en colectivo desde la escuela a casa vuelve extraordinario cualquier mediodía. Y desde hace un par de semanas sus mediodías son extraordinarios.
Cuando abro la puerta de casa respondiendo a su toque de timbre, me encuentro con esos ojos inmensos. Inmensos de un asombro alegre. Inmensos de asombro por su propia aventura, que no por repetida se le ha vuelto rutina. Y las palabras se le alborotan en la boca cuando quiere contar lo nuevo que vio, la última estrategia para no ser apretujada por adolescentes que la doblan en altura pero a los que dobla en atención, o su enojo con el colectivero que decidió que no estaba mal seguir de largo y prolongar su viaje una parada.
Pero este martes, la inmensidad de sus ojos era otra. Era una inmensidad que volvía más oscura la profundidad de sus ojos oscuros. Una inmensidad que se había tragado los brillitos de su mirada. Una inmensidad nueva.
Detrás de ella, del colectivo descendieron dos niños. Para los ojos inmensos de Lourdes, eran un poco más grandes que ella, pero no tanto como su hermano. Mientras esperaba que el colectivo arrancara y le diera buena visibilidad de la calle antes de cruzarla –como vos me enseñaste, mami-, sintió un tirón fuerte que le arrancó su mochila de los hombros cuando la estaba volviendo a su espalda –porque la llevaba adelante, como vos me enseñaste -. Esos dos niños, apenas mayores que ella, le pidieron su dinero –les dí mis $2 rápido, como me enseñaste-. Y como juzgaron que no tenía nada más que valiera la pena, le dejaron su mochila, sus carpetas, su cartuchera. Y sus ojos inmensos.
Este martes, cuando corrí a la puerta a recibirla, descubrí en sus ojos algo nuevo. Recién después advertí que llevaba la mochila abrazada. Y escuché su relato, que fue surgiendo de a poco, a lo largo de la tarde. Y la consolé del dolor por el tirón y por algún golpe de despedida que dejó más marcas en su alma que en su cuerpo. Y charlamos mucho.
Los ojos de Loudes tuvieron toda una tarde inmensos. La inmensidad oscura fue cediendo, y volvieron primero al asombro y luego a la falta de entendimiento. Y, de pronto, otra inmensidad recién inaugurada que le trajeron sus 11 años de aprender a hacerse grande de a poco. Ojos inmensos de revelación personal, cuando advirtió que no los había visto nunca antes, ni en el colectivo ni en el barrio –seguro que los papás les dijeron que salgan a robar lejos de su casa-.
A pesar de sus 11 años; a pesar de su niñez amorosamente cuidada; a pesar de ir haciéndose grande de a poco; a pesar de todo un mundo que todavía la asombra y todo lo que todavía no entiende, Lourdes tiene algunas certezas. Y que los chicos hacen lo que los adultos les enseñan es una de ellas.

viernes, 5 de marzo de 2010