lunes, 30 de marzo de 2009

La vieja aldea II

EL COMIENZO DEL FIN
Viviana Taylor

Aquella Vieja Aldea había conocido la inevitabilidad del tiempo y, sin tomarlo demasiado en cuenta, los Hombres Jóvenes de pasadas épocas se habían transformado en Hombres Viejos. Sin alas, por supuesto. Algunos de ellos, como podía esperarse, además de Viejos llegaron a Poderosos. Claro, aunque cada generación se queje de la indolencia de sus descendientes, a la larga, el sentido común se impone, y termina siendo imitada.

Por esas cosas de la originalidad -o de su falta- cierta noche, en cierta sala de cierta casa de las afueras de la Vieja Aldea, se reunieron los Nuevos Hombres Poderosos y concluyeron que ya era tiempo de dar cumplimiento a los demasiado tiempo postergados sueños de Nueva Ciudad. Una vez más, con grandes letras rojas, iniciaron el acta de la reunión fijando su objetivo, y le dieron la palabra al Falso Profeta, que venía presidiendo las Asambleas ya nadie podía dar cuenta desde cuándo. Y por esto de la originalidad -o de su falta- hasta hubo algún sofocado por el asombro cuando tan Honorable Presencia sugirió nombrar un enviado de tan selecto grupo a las Grandes Ciudades.
Luego de una larga y muy fecunda discusión, en la que no se ponían de acuerdo acerca de cuál de los dos postulantes a Viajero enviarían, y justo cuando el consenso parecía inminente, el Falso Profeta tomó juramento a un Hombre Poderoso cuya postulación nadie recordaba. Todos, por supuesto, manifestaron su acuerdo con el elegido y, felicitándose por la sabia decisión, dieron por terminada la Asamblea deseándole la mejor de las fortunas.

Pasaron dos siembras y una cosecha antes de la vuelta del Viajero que, como corresponde en tales casos, llegó con la boca llena de elogios y las valijas de sugerencias que los Hombres Poderosos de las Grandes Ciudades amablemente le habían ofrecido. Parece ser que traía el secreto que haría posible la transformación tanto tiempo postergada.
Durante la Asamblea más larga que cualquiera pudiera soportar, los Hombres Poderosos escucharon atentamente la prolija enumeración de cada uno de los errores históricos que debían ser corregidos. El Falso Profeta sonreía satisfecho cuando tomó el lápiz rojo para redactar las Nuevas Colaboraciones dirigidas al pueblo.

La Divulgadora, donde se respiraba cierto aire trágico desde hacía una generación, debía ser cerrada definitivamente. El viejo edificio, destartalado y sucio, conservaba en sus rincones más oscuros ciertos restos crujientes, como de hojas secas, que algunos juraban que habían sido las alas con que volaban antiguos divulgadores. Pero nadie recordaba haber visto recientemente a uno de esos extraños Hombres de Alas Verdes.
Los Aprenderes que circulaban entre los Hombres Jóvenes lucían tan descoloridos, sabían tan sosamente, que ya ninguno de ellos quería tomarlos. No los servirían en la intimidad de sus chozas... menos aún frente a sus vecinos.
Observándolos detenidamente, uno podría suponer que estos insípidos Aprenderes pretendían ser consecuentes huéspedes de la Divulgadora, a cual más oscuro, silencioso, vacío.
No fue difícil convencer a los Hombres Viejos de la inutilidad del edificio, como no fue difícil convencer a los Hombres Jóvenes de cuánto más comprometido con la realidad era su trabajo en los campos.

Y resultó que ese año la cosecha no sólo fue la más abundante, sino la de mejor calidad. Las abultadas bolsas de dinero obtenidas por su venta hablaron en favor de los cambios. Claro, era justo que tales ganancias retribuyeran los favores de las Grandes Ciudades. Y hacia allá fueron las bolsas con el dinero...
Y resultó que la Casa de Sanación, cuyas paredes también se habían ido descascarando y su techo ya no amparaba de las lluvias, del frío ni del sol, debió ser desmantelada. De todos modos, los Hombres Jóvenes eran fuertes y sanos, no necesitaban de sus servicios; los Hombres Viejos eran débiles y enfermizos, no necesitaban de sus servicios. Y los Sanadores, tan poco útiles, no deberían sentirse de engrosar las legiones de sacrificados por la construcción de la Gran Ciudad. Después de todo, ya habían disfrutado de un injustificado ocio por demasiado tiempo.
Y resultó que la Casa de Mediación, como era de suponer, tampoco provocó ningún conflicto al ser disuelta. Sus recintos, amplios y lujosos, hicieron la vez de residencia del Falso Profeta, que legitimó así su actuación como único mediador. Dicha sea la verdad, con Colaboraciones tan claras, no había necesidad de la Casa ni nada por discutir. Por otra parte, ¿por qué alguien querría no colaborar?

Pero sobre todo, resultó que lo que sucedió después jamás pudo ser explicado ni comprendido.
Cierta mañana, dos Hombres Jóvenes no pudieron levantarse para ir a sus trabajos en el campo. Bueno, tampoco se habían levantado unos cuantos Viejos, y desde hacía varios días, pero a nadie había parecido preocuparle.
A la mañana siguiente fueron cuatro más, y después otros siete, y así hasta que no pudieron ser contados.
Aunque el Falso Profeta -con dedicada eficiencia y apoyado por los Hombres Poderosos- decretó desaparecido el misterioso malestar, los Jóvenes no parecieron mejorar. Los Viejos, otrora tan juiciosos, tampoco. Y por aquellos días ya nadie se presentó a trabajar.
La lluvia y el sol tampoco respetaron sendos decretos. Y Los cultivos murieron.
Y entonces resultó que este fue el comienzo del fin.

En poco tiempo ya no había qué comer, ni con qué comprar lo necesario a las Grandes Ciudades, a las que, por otro lado, ya se les debía demasiado a pesar de todos los cultivos entregados.
Cuando, por obra quién sabe de qué designio divino, la enfermedad amainó y el clima entró en razones, ya no había campos que trabajar. Eran necesarios demasiados Aprenderes para devolverles la fertilidad perdida, Aprenderes que ya nadie recordaba.
La preocupación -o el miedo, que viene a ser lo mismo- hizo que comenzara a notarse la ausencia de la Casa de Sanación, al parecer ya no tan inútil. Y, por alguna extraña razón, los Hombres Jóvenes ya no vieron tan débiles, ni tan enfermos, a los Viejos.

Con los nuevos sentimientos cobraron una conciencia por demasiado tiempo adormilada, una dignidad que comenzó por cuestionar las Colaboraciones para poco después dejar de cumplirlas. Y la anomia volvió imprescindible la Casa de Mediación. Sólo que ya no había mediadores, ni sanadores, ni divulgadores...
Lo más extraño, sin embargo, fue que cuando los Hombres Poderosos decidieron emigrar a las Grandes Ciudades hartos de la insensatez primitiva de los aldeanos, nadie se asombró.
Tampoco hubo asombros cuando, años más tarde, se supo que el Falso Profeta se ocupaba de lustrar mármoles y bronces en una de las tantas Divulgadoras de los Poderosos de una Gran Ciudad.

Lo que aún no saben es que en un viejo edificio, destartalado y sucio, que conserva en sus rincones más oscuros ciertos restos crujientes, han comenzado a reunirse Hombres en los que ya se insinúan unas Alas Verdes.