lunes, 30 de marzo de 2009

La Vieja Aldea

Viviana Taylor


Primer premio, Categoría Cuento, del Concurso Literario “Renunciar a la Educación es Renunciar a la Patria”, organizado por el Sindicato Unificado de Trabajadores de la Educación de Buenos Aires (S.U.T.E.B.A.) 1.990.


Érase una vez, como comienzan todos los cuentos fantásticos, una Vieja Aldea en un viejo tiempo. Y érase una vez, en la Vieja Aldea y el Viejo tiempo, los viejos Hombres Poderosos cansados ya de la Vieja Aldea y con sueños de Nueva Ciudad.
Impacientes por esperar lo que parecía no querer llegar, decidieron emprender un plan. Cierta noche, en cierta sala de cierta casa de las afueras de la Vieja Aldea, se reunieron todos los Hombres Poderosos y concluyeron que jamás llegaría a convertirse en la Nueva Ciudad si los Hombres Jóvenes no colaboraban. Por eso, bien grande y con letras rojas (lo que indicaba la importancia del asunto) comenzaron el acta de la reunión definiendo los términos de esta colaboración. Así, fue apareciendo la larga lista de acatar, trabajar, obedecer, sudar, esforzarse, callar, someterse, adherir, identificarse, asumir, doblegarse...
Conformes con tan loables Colaboraciones propuestas, debatieron acerca de la mejor forma de lograrla, y un Hombre Poderoso, viajado y conocedor de las Grandes Ciudades, propuso crear una Divulgadora.
- ¿Una Divulgadora en la Vieja Aldea?- gritó escandalizado el Falso Profeta, que siempre presidía estos actos tan importantes.
- ¿Una verdadera cuna de rebeldes y desestabilizadores?- vociferaron a coro otros respetables.

Pero, escándalo más, escándalo menos, en el acta apareció, también en letras grandes y rojas, la palabra Divulgadora.
Por supuesto, un Hombre Poderoso, que alguna vez había pasado por el bosque de los Árboles Sabios, fue el encargado de redactar los planes de estudio. Recordando vagamente cierta hoja de aquí, una rama de más allá, y uno que otro brote, poco a poco fue determinando los Aprenderes.
Pero... ¿quién divulgaría los Aprenderes entre los Hombres Jóvenes?

Un Hombre Poderoso, temeroso de ser reprendido por la audacia de su propuesta, planteó encomendar el trabajo a los Hombres de las Alas Verdes. Después de todo, no habiendo estado ninguno de los presentes durante más de dos horas en el bosque, y siendo aquellos los únicos habitantes de allí... no parecía una idea tan desacertada.
Los Hombres Poderosos se tomaron su debido tiempo para pensar, y todos creyeron que con unas Colaboraciones y unos Aprenderes tan concretos no tenía por qué haber problemas.
Y así fue como, antes de darse cuenta del paso del tiempo, los Hombres Poderosos ya habían habilitado un viejo edificio medio destruido, que los Hombres de las Alas Verdes se encargaron de embellecer para instalar la Primera Divulgadora Pro Nueva Ciudad (que, obviamente, sólo se publicitó bajo el nombre de Primera Divulgadora).

Los días fueron pasando con Hombres Jóvenes que cada vez se inscribían en mayor cantidad y con más entusiasmo para sus Aprenderes. Lo que, por supuesto, no pasó desapercibido para los Hombres Poderosos, que primero se sintieron felices, pero más tarde comenzaron a sospechar acerca de la pureza dogmática de los Aprenderes divulgados. Después de todo, los Hombres Jóvenes nunca habían demostrado apego a la virtud.
En Asamblea Extraordinaria, nombraron una comisión para supervisar la divulgación, y ese fue el día en que comenzó la parte desgraciada de esta historia.

Para horror de todos, y más aún del Falso Profeta, se descubrió que los Hombres de las Alas Verdes no sólo no se limitaban a mostrar -desde las ventanas del viejo edificio- las hojas autorizadas de los Árboles Sabios, como era su deber. Más allá de mostrar todas las hojas -lo que ya era una gravísima transgresión a las Colaboraciones- habían organizado para los Hombres Jóvenes verdaderas excursiones por las ramas y, peor aún, increíbles y heréticas exposiciones acerca de lo que se podía ver al volar sobre ellas. Y, como si todo esto no fuese tan terrible por sí como para una ya merecida condena, en los Hombres Jóvenes ya comenzaban a insinuarse alas verdes.

Tan terrible fue el disgusto de los Hombres Poderosos, que en nueva Asamblea Extraordinaria decidieron bajar la cuota alimentaria de los Hombres de las Alas Verdes a la mitad -aduciendo problemas presupuestarios- para obligarlos a volver definitivamente al bosque y así cerrar la Divulgadora, sin tener que pasar por la tan desagradable experiencia de echarlos. Sobre todo, porque así si los Hombres Jóvenes, tan faltos de discernimiento, se rebelaban, lo harían contra sus divulgadores y no contra los tan respetables Hombres Poderosos.
Pero estas especulaciones no dieron resultado. Los Hombres de las Alas Verdes se quejaron al principio, pero luego comieron la mitad de lo necesario, adelgazaron, se debilitaron físicamente, y continuaron divulgando sus propios y sabios Aprenderes.

En nueva y más urgente Asamblea Extraordinaria, los Hombres Poderosos decidieron construir una inmensa jaula alrededor del bosque de los Árboles Sabios. Y ese día comenzó la parte trágica de esta historia.
Imposibilitados de recorrer sus ramas y recostarse sobre las hojas verdes, los Hombres de las Alas Verdes continuaron divulgando Aprenderes, hasta que descubrieron que lo que divulgaban cada vez se parecía más a los preparados por los Hombres Poderosos que a aquellos hermosos, sabios y vitales Aprenderes que habían descubierto en la fronda de los Árboles. Fue el mismo día, a la misma hora, en que, con espanto, se dieron cuenta de que las Alas Verdes que se habían insinuado en los Hombres Jóvenes habían comenzado a desaparecer. Y fue el mismo día, a la misma hora, en que sus propias Alas Verdes comenzaron a amarillarse y secarse, en una lenta y sufriente agonía hasta la caída final.

Casualmente, el día en que los Hombres Jóvenes los encontraron -oscuros y crujientes- dentro de la Divulgadora, más allá de los límites de la Vieja Aldea -dentro de una jaula gigantesca- comenzaba el invierno.

Érase una vez, como comienzan todos los cuentos fantásticos, una Vieja Aldea en un viejo tiempo.

La vieja aldea II

EL COMIENZO DEL FIN
Viviana Taylor

Aquella Vieja Aldea había conocido la inevitabilidad del tiempo y, sin tomarlo demasiado en cuenta, los Hombres Jóvenes de pasadas épocas se habían transformado en Hombres Viejos. Sin alas, por supuesto. Algunos de ellos, como podía esperarse, además de Viejos llegaron a Poderosos. Claro, aunque cada generación se queje de la indolencia de sus descendientes, a la larga, el sentido común se impone, y termina siendo imitada.

Por esas cosas de la originalidad -o de su falta- cierta noche, en cierta sala de cierta casa de las afueras de la Vieja Aldea, se reunieron los Nuevos Hombres Poderosos y concluyeron que ya era tiempo de dar cumplimiento a los demasiado tiempo postergados sueños de Nueva Ciudad. Una vez más, con grandes letras rojas, iniciaron el acta de la reunión fijando su objetivo, y le dieron la palabra al Falso Profeta, que venía presidiendo las Asambleas ya nadie podía dar cuenta desde cuándo. Y por esto de la originalidad -o de su falta- hasta hubo algún sofocado por el asombro cuando tan Honorable Presencia sugirió nombrar un enviado de tan selecto grupo a las Grandes Ciudades.
Luego de una larga y muy fecunda discusión, en la que no se ponían de acuerdo acerca de cuál de los dos postulantes a Viajero enviarían, y justo cuando el consenso parecía inminente, el Falso Profeta tomó juramento a un Hombre Poderoso cuya postulación nadie recordaba. Todos, por supuesto, manifestaron su acuerdo con el elegido y, felicitándose por la sabia decisión, dieron por terminada la Asamblea deseándole la mejor de las fortunas.

Pasaron dos siembras y una cosecha antes de la vuelta del Viajero que, como corresponde en tales casos, llegó con la boca llena de elogios y las valijas de sugerencias que los Hombres Poderosos de las Grandes Ciudades amablemente le habían ofrecido. Parece ser que traía el secreto que haría posible la transformación tanto tiempo postergada.
Durante la Asamblea más larga que cualquiera pudiera soportar, los Hombres Poderosos escucharon atentamente la prolija enumeración de cada uno de los errores históricos que debían ser corregidos. El Falso Profeta sonreía satisfecho cuando tomó el lápiz rojo para redactar las Nuevas Colaboraciones dirigidas al pueblo.

La Divulgadora, donde se respiraba cierto aire trágico desde hacía una generación, debía ser cerrada definitivamente. El viejo edificio, destartalado y sucio, conservaba en sus rincones más oscuros ciertos restos crujientes, como de hojas secas, que algunos juraban que habían sido las alas con que volaban antiguos divulgadores. Pero nadie recordaba haber visto recientemente a uno de esos extraños Hombres de Alas Verdes.
Los Aprenderes que circulaban entre los Hombres Jóvenes lucían tan descoloridos, sabían tan sosamente, que ya ninguno de ellos quería tomarlos. No los servirían en la intimidad de sus chozas... menos aún frente a sus vecinos.
Observándolos detenidamente, uno podría suponer que estos insípidos Aprenderes pretendían ser consecuentes huéspedes de la Divulgadora, a cual más oscuro, silencioso, vacío.
No fue difícil convencer a los Hombres Viejos de la inutilidad del edificio, como no fue difícil convencer a los Hombres Jóvenes de cuánto más comprometido con la realidad era su trabajo en los campos.

Y resultó que ese año la cosecha no sólo fue la más abundante, sino la de mejor calidad. Las abultadas bolsas de dinero obtenidas por su venta hablaron en favor de los cambios. Claro, era justo que tales ganancias retribuyeran los favores de las Grandes Ciudades. Y hacia allá fueron las bolsas con el dinero...
Y resultó que la Casa de Sanación, cuyas paredes también se habían ido descascarando y su techo ya no amparaba de las lluvias, del frío ni del sol, debió ser desmantelada. De todos modos, los Hombres Jóvenes eran fuertes y sanos, no necesitaban de sus servicios; los Hombres Viejos eran débiles y enfermizos, no necesitaban de sus servicios. Y los Sanadores, tan poco útiles, no deberían sentirse de engrosar las legiones de sacrificados por la construcción de la Gran Ciudad. Después de todo, ya habían disfrutado de un injustificado ocio por demasiado tiempo.
Y resultó que la Casa de Mediación, como era de suponer, tampoco provocó ningún conflicto al ser disuelta. Sus recintos, amplios y lujosos, hicieron la vez de residencia del Falso Profeta, que legitimó así su actuación como único mediador. Dicha sea la verdad, con Colaboraciones tan claras, no había necesidad de la Casa ni nada por discutir. Por otra parte, ¿por qué alguien querría no colaborar?

Pero sobre todo, resultó que lo que sucedió después jamás pudo ser explicado ni comprendido.
Cierta mañana, dos Hombres Jóvenes no pudieron levantarse para ir a sus trabajos en el campo. Bueno, tampoco se habían levantado unos cuantos Viejos, y desde hacía varios días, pero a nadie había parecido preocuparle.
A la mañana siguiente fueron cuatro más, y después otros siete, y así hasta que no pudieron ser contados.
Aunque el Falso Profeta -con dedicada eficiencia y apoyado por los Hombres Poderosos- decretó desaparecido el misterioso malestar, los Jóvenes no parecieron mejorar. Los Viejos, otrora tan juiciosos, tampoco. Y por aquellos días ya nadie se presentó a trabajar.
La lluvia y el sol tampoco respetaron sendos decretos. Y Los cultivos murieron.
Y entonces resultó que este fue el comienzo del fin.

En poco tiempo ya no había qué comer, ni con qué comprar lo necesario a las Grandes Ciudades, a las que, por otro lado, ya se les debía demasiado a pesar de todos los cultivos entregados.
Cuando, por obra quién sabe de qué designio divino, la enfermedad amainó y el clima entró en razones, ya no había campos que trabajar. Eran necesarios demasiados Aprenderes para devolverles la fertilidad perdida, Aprenderes que ya nadie recordaba.
La preocupación -o el miedo, que viene a ser lo mismo- hizo que comenzara a notarse la ausencia de la Casa de Sanación, al parecer ya no tan inútil. Y, por alguna extraña razón, los Hombres Jóvenes ya no vieron tan débiles, ni tan enfermos, a los Viejos.

Con los nuevos sentimientos cobraron una conciencia por demasiado tiempo adormilada, una dignidad que comenzó por cuestionar las Colaboraciones para poco después dejar de cumplirlas. Y la anomia volvió imprescindible la Casa de Mediación. Sólo que ya no había mediadores, ni sanadores, ni divulgadores...
Lo más extraño, sin embargo, fue que cuando los Hombres Poderosos decidieron emigrar a las Grandes Ciudades hartos de la insensatez primitiva de los aldeanos, nadie se asombró.
Tampoco hubo asombros cuando, años más tarde, se supo que el Falso Profeta se ocupaba de lustrar mármoles y bronces en una de las tantas Divulgadoras de los Poderosos de una Gran Ciudad.

Lo que aún no saben es que en un viejo edificio, destartalado y sucio, que conserva en sus rincones más oscuros ciertos restos crujientes, han comenzado a reunirse Hombres en los que ya se insinúan unas Alas Verdes.

jueves, 26 de marzo de 2009

La ceremonia de Nora


Viviana Taylor


A Nora Cortiñas,

y con ella a todas las madres y abuelas que honran la vida.



Erguida más allá de lo que su pequeñez parecería sostener, y a los saltitos –como andan los gorriones-, cruzó el recodo del pasillo donde la estaba esperando. Me extendió sus brazos, y con ellos su sonrisa. Cruzamos algunas palabras, con las que traté de mal disimular mi emoción por verla. Y ella, toda alegría y gratitud por haber sido invitada.
De pronto, en un gesto casi imperceptible, cerró sus ojos mientras aspiraba profundamente. Cuando retomó su marcha hacia el final del pasillo, con ese único gesto, todo el escenario se había transformado.


El bullicio de niños en pleno trabajo escolar que se colaba –casi con prepotencia- por las puertas abiertas, no hacía más que profundizar el silencio absoluto de sus pasos. Como quien se desliza a través del aire, llegó hasta la silla acomodada junto a la puerta del último salón, frente a la cual se detuvo. Apoyó su bolso, lo abrió, y volvió a cerrar sus ojos. En ese momento me di cuenta de que se me iba a revelar una ceremonia sagrada. Y con la misma reverencia con que se asiste a los ritos preparatorios de la Eucaristía, incliné mi cabeza en señal de pudoroso respeto.


Sus manos mínimas y un poco temblorosas penetraron en el tabernáculo de su bolso y dieron a luz la foto plastificada de su hijo, que pendía de una cinta inmaculada. La besó y colgó alrededor de su cuello.
Sus manos mínimas y un poco temblorosas penetraron por segunda vez en el tabernáculo de su bolso, y esta vez dieron a luz un pañal de tela de un blanco impecable -bordado en azul con punto cruz- que ató -sin necesidad de espejo- prolijamente a su cabeza , con la precisión de lo que se repite durante tantos años, cotidianamente.
Sus manos mínimas y un poco temblorosas se acercaron por tercera vez al tabernáculo de su bolso, y lo cerraron. Volvió a erguirse más allá de lo que su pequeñez parecía sostener. Volvió, en un gesto casi imperceptible, a cerrar sus ojos mientras aspiraba profundamente. Y volvieron la sonrisa y los saltitos de gorriones.


Así entró al último salón, el del final del pasillo, en el que un grupo de futuros maestros la escuchó durante dos brevísimas horas desandar los caminos de su memoria y sus apuestas al futuro.

lunes, 23 de marzo de 2009

A las mujeres de mi vida...

Las niñas buenas se sonrojan




Viviana Taylor



Recuerdo a mi maestra de cuarto grado, allá por 1.974. Alta, de figura imponente y sonrisa acotada. Recién llegada a una ciudad que casi era un pueblo, se me antojaba haber sido llevada al campo. Y allí estaba ella, presentándome el primer día de clases a mis compañeros, y dándome una bienvenida innecesaria. Me veo parada en medio de la fila, seguida por la de los varones, y siento otra vez la rara sensación -mezcla de violencia y excitación- por ser sentada junto a uno de ellos.
Recuerdo el primer recreo en mi nueva escuela, donde de pronto me sentí el centro de lo que allí ocurría, y esa sensación de que basta menos que un saludo para hacerse de amigos. Recuerdo a Marcelito y sus travesuras; y a Orlando, siempre convidando galletitas. Recuerdo el trazado de una frontera de tiza sobre la tapa del pupitre doble para no avanzar sobre el territorio enemigo de mi compañero de banco, y el golpe de regla en la cabeza cuando, al moverme en el asiento, provocaba un tembladeral a los de atrás. Veo también, como si volviera a extenderse ante mí, la línea de tiza en el patio para separar el sector de niñas y varones. Cuando la tiza se borró ya no era necesaria. Demasiado pronto se aprenden ciertos límites.
Recuerdo a la Directora, una señora de guardapolvo muy blanco y muy planchado, que decía ‘ninios’ y ‘pasilio’. Gracias a ella aprendí el lenguaje de la escuela, y pude convertirme en una buena alumna que sabía usar los términos adecuados en el lugar adecuado. Una muy conveniente habilidad que, extrañamente, con el tiempo fui perdiendo.
Recuerdo un tiempo como un sueño. Un tiempo de mañanas en la escuela, y de hacer la tarea bajo la parra del patio o en la mesa de la cocina, junto al calentador a querosene, que aún puedo oler. Un tiempo de tardes de ir a trepar árboles en la quinta de Bunge, y de dar vueltas a la manzana en bicicleta.
Recuerdo luego unas vacaciones que no terminaban, e ir a la puerta de la escuela todos los lunes hasta que al fin comenzaron las clases. Ya no tenía tantos permisos para callejear, y comenzaban a resonar en mí, cada vez con más frecuencia aunque ya habían pasado dos años, las palabras de mi maestra de cuarto grado: ‘las niñas buenas se sonrojan’.
Recuerdo mi colegio secundario. Creo ser la única en todo el mundo que no ha conservado un solo amigo de entonces. Recuerdo el ‘82, la primera conciencia de traición, el ya nunca poder cantar el Himno Nacional sin dolor, y un cierto tono escéptico que no perdí, pero al que de a poco me acostumbro.
Recuerdo un ir construyendo y descubriendo mi propio sentido de la vida. Me veo buscando a Dios en la Iglesia. Irme, volver, y otra vez irme. Y ya nunca ser la misma.

Me veo con guardapolvo blanco, pero no me oigo diciendo ‘ninios’ ni ‘pasilios’. Tampoco me veo alta ni imponente. Me siento nunca haciendo lo suficiente, y sólo preocupada por hacer lo correcto. Hoy, lo adecuado ya no me interesa. Y no pocas veces me violenta.
No me gustan los gatos; siempre caen parados. Ni los discursos perfectos de los que tienen habilidad para hablar porque se desconectan de la realidad. No me gusta la obscenidad de los que muestran sus miserias como virtudes, o las disimulan con un dinero que sólo usan para ejercer poder.
Yo no soy una niña buena. No me sonrojo. A lo sumo, siento un controlado pudor. Y mucha vergüenza ajena.