Le decíamos Carmiña, como
homenaje a la heroína de una novela televisiva que entonces estaba de moda. No
recuerdo su nombre; o quizás nunca lo supe. Era, para todos, simplemente Carmiña.
Así: sin apellido.
Sí recuerdo, en cambio, su cara
redonda, como de manzanita, con esos cachetes rosados típicos de la pubertad y
las hormonas que colorean la piel. Con pequitas. Y un cabello abundante,
ensortijado, de un castaño más bien rojizo. Ahora que lo pienso, lindo cabello
tenía.
Todos le decíamos Carmiña. Y
tanto se lo dijimos que su nombre quedó por ahí perdido, en los pasillos largos
de la escuela. Creo que hasta las maestras le decían así, aunque debo reconocer
que nunca oí a ninguna hacerlo. Pero tampoco oí a ninguna recordarnos su
verdadero nombre ni reprendernos. Y, a fuerza de no usarlo, este terminó siendo
el verdadero: el de la marca de la vergüenza.
Porque en aquellos años, que tus
compañeros de grado te llamaran Carmiña –y de tanto llamarte así, que toda la
escuela terminara haciéndolo- era la marca de la vergüenza. Carmiña sustituía
al tan grotesco “puto” y al tan vulgar “Mariquita”. Carmiña era, en boca de
estos chicos de buena familia, casi una concesión. Casi ni sonaba a insulto.
Era, casi, un nombre más. El nombre de la vergüenza.
Pero Carmiña no bajaba la cabeza:
se vengaba silenciosamente. Era lo que, años más tarde, escucharía llamar “un
puto malo”. Carmiña se rebelaba, se imponía, devolvía insultos, trataba de integrarse como fuera a
ese grupo que lo aceptaba con la condición de mantenerlo diferente. Y él, con
su diferencia, se las arreglaba. O eso parecía.
Cuando terminamos la primaria, todos
los grupos de 7º nos disgregamos entre las escuelas de la zona. Los que
seguimos estudiando -claro- porque en esos tiempos tampoco era lo obvio. Y como no habíamos compartido grado -sino
apenas los recreos de la escuela- y como no compartíamos amigos -porque Carmiña
parecía no tenerlos- le perdí el rastro.
Y así fue como no supe nada de él
hasta ese mediodía en que, a punto de entrar a clases en mi nueva escuela, me
crucé con la salida del turno de la mañana. Habían pasado apenas unos meses
desde que habíamos terminado la primaria, y ahí estábamos, frente a frente, una
vieja compañera de entonces y yo. Y la contundencia desangelada con que se
informan las trivialidades: “che, ¿te acordás de Carmiña? Se ahorcó”. Eso fue
todo.
Desde entonces, cada tanto me
acuerdo de Carmiña.
A veces me pregunto si ese final habrá sido cierto. Nunca
lo confirmé con nadie. Quizás, porque prefiero que quede así, en la posibilidad
de una duda en la que en realidad no creo. Pero que es consolador tener.
Otras
veces me pregunto qué habría sido de su vida si no hubiese sido su muerte. Y no
puedo dejar de pensar cuánto tuvimos que ver nosotros con ella. Y se me estruja
el corazón pensando en ese chico, a quien en realidad no conocí más que por su
nombre de la vergüenza, porque seguramente entre todos fuimos dándole pequeños
empujoncitos arrimándolo a su muerte. Y soy yo quien siente una
profunda vergüenza: vergüenza por no saber su nombre, vergüenza por los
compañeros que fuimos, vergüenza por las maestras que tuvimos, vergüenza por la
sociedad en la que vivíamos. Vergüenza.
Creo que hoy Carmiña podría estar
viviendo una vida que no sé si soñó, pero evidentemente no imaginó posible. Por
eso hoy estoy tan feliz: por todos los Carmiñas, los putos, los putos malos,
los Mariquitas, los chupapijas, los culorrotos, los maricones, los trolos, los
reventados, los degenerados, los invertidos, los travas, las machonas, las tortas,
las tortilleras, las trolas… en fin, por todas las personas que han sido
estigmatizadas durante tanto tiempo por su condición de género y sexual. Por los que durante tanto tiempo no tuvieron siquiera derecho a un nombre que los nombrara sin implicar vergüenza.
Y
estoy feliz también por todos los otros, los que quedamos del lado de la norma
y la regularidad, del montón y de la mayoría. Porque el reconocimiento de los derechos de unos nos liberan
a todos.
Carmiña: va por vos. Salud.