En el año 2001, en pleno ascenso de la cresta de la ola de la que sería el
mayor quiebre económico, político y social que registró nuestra historia, me
sentí tentada por una propuesta laboral muy interesante. Resulta que yo estaba
tratando de superar una crisis personal (coincidentemente, también el mayor
quiebre en mi historia) cuando por esas vueltas extrañas que tiene la vida,
desde el instituto de enseñanzas de idiomas de una universidad española se me
pidió considerar la posibilidad de integrarme a su grupo de trabajo. Revisé e
hice algunas observaciones a unos documentos de trabajo que me enviaron, y la
propuesta se amplió: incluyeron la probabilidad de radicación temporal en otros
países de Europa, pero sobre todo en Estados Unidos o Australia, en relación
con las actividades en otras sedes y la apertura de algunas nuevas.
La historia es conocida: decidí quedarme, con mi crisis personal encaminada
y el quiebre económico, político y social en pleno grito.
¿Por qué me quedé? Toda decisión de esta envergadura es compleja. No hay
una razón única que la haya motivado. Por supuesto, me asustaban las
consecuencias de esta vida nómada en mis hijos, pero también en la separación
de mis padres y en mi hermano. Y aunque hasta ese momento no me había planteado
cuestiones relativas a mi capacidad para el trabajo que me proponían, un día,
después de clases, decidí que esa tarea no era para mí ni yo para ella.
Resulta que había estado compartiendo con mis alumnos unos de esos largos
encuentros de cuatro horas que implicaba la formación docente para
profesionales. Revisábamos un tema un tanto engorroso, al que fuimos encontrándole
necesarias vueltas de tuerca con metáforas, chistes, juegos de palabras… en
fin, todos esos adornos con que se engalana nuestro idioma cotidiano cuando
compartimos un cierto sentido común, una misma historia y costumbres, una
cierta forma de ser y estar en el aquí y el ahora, que no se puede tener con
cualquiera ni en cualquier lado. Algo mágico que ocurre cuando estamos entre
“nosotros”, cuando nos sentimos en comunidad. Una comunidad que, como nunca
antes, visceralmente, desde lo más profundo de las tripas, sentí que no era
otra que una comunidad lingüística. Y yo era ciudadana de ella.
Durante un tiempo me volví una espectadora especialmente atenta de mis
propias prácticas enseñantes. Y así fui descubriendo que lo que las define es,
sobre todo, un cierto modo de decir, que tiene que ver con mi manera de estar.
Yo estoy totalmente ahí, y lo expreso de esa manera. No hay manera de que pueda
ser la misma en otro lugar, porque seguiré estando aquí, expresándome de esta
manera. Seré, apenas, una extranjera que habla de y desde otros lugares. Y si
bien siempre es profundamente formativo escuchar lo que tienen que decir los
otros, yo no quería –ni quiero- como proyecto de vida, ser ese tipo de otro. Elegí,
por eso, permanecer aquí: en mi Patria, que es mi lengua; con mi forma de ser
ciudadana de ella, que es mi habla.