Por Viviana Taylor
El primer brote llegó desde
España.
Nunca conocimos la fecha exacta
ni la razón urgente que empujó al viaje, aunque siempre supimos que eran
cuestiones políticas de las que ninguna, sobre todo Ana (quien algunos años
después sería la madre de mi abuelo materno), estaba dispuesta a hablar. Ella,
reciente viuda y con sus tres hijas, se refugió entre los baúles de un barco
con las únicas pertenencias de lo que llevaba puesto y poco más: un óleo de
quien había sido su marido, y un brote de flor de nácar.
Cuenta la historia –o más bien,
contaron los hijos que vinieron después, con un nuevo matrimonio- que no paró
de huir hasta que la cordillera la detuvo. Y allí prendió el único lujo que
conoció la casa que pocos años después
volvió a encontrarla viuda y con multiplicados niños, entre las adolescentes y
los dos bebés que –apenas con un año de diferencia- se sumaron antes de que
volviera a quedarse sin compañero.
Un segundo brote, hijo de aquel
que engalanó la casa de Mendoza y nieto del llegado en barco de España, fue
llevado por mi abuelo a la casa donde enraizó su propia familia, en las lejanas
tierras bonaerenses de Lomas de Zamora. Se adaptó al clima y –con la
prepotencia de los sobrevivientes de varias guerras- se transformó en una
ostentosa pérgola que atraía a las abejas y los colibríes, y sobre la cual –contaba
mi abuela- de noche croaba un escuerzo. Longevo escuerzo… pasaban los años pero
el relato se renovaba: y sobra decir que los demás nunca lo oímos ni vimos.
Pero, con ese modo de saber lo que no se sabe, nunca dudamos de que allí
habitara y lo imaginábamos espiándonos en las meriendas de leche o granada, y
en los atardeceres con picada de salame, pan y queso.
Un tercer brote viajó a Muñiz llevado por mis
padres. Y era una fiesta esperar a ver sus paragüitas floridos colgando cabeza
abajo, anunciándonos la prontitud de las fiestas: siempre aparecían poco antes
de la Noche Buena. Y con ellos, nuevamente llegaban las abejas y los colibríes.
Y un hilo invisible se extendía tejiendo vínculos entre generaciones, cuando mi
madre repetía la historia que no nos cansábamos de escuchar sobre aquel primer
brote que había llegado de tan lejos y no había cejado en viajar donde quisiera
que la familia fuera.
Yo fui más nómade. Sucesivos brotes
me acompañaron en cada una de mis cuatro casas. Cada vez que todo cambia, hay
algo que permanece: siempre tengo mi flor de nácar sobre la que, a esta altura,
ya perdí el cálculo de qué eslabón le corresponde en la genealogía.
Hoy se multiplica en varios
brotes que, desde hace algo más de dos años, sucesivamente fui plantando “por
las dudas” y, milagrosamente, todos prendieron.
Esta mañana, mientras regaba mis
plantas, una de ellas me sorprendió: no esperaba que floreciera todavía. Es que
es una planta celosa, y un tanto veleidosa. A su propio ritmo, florece
puntualmente cada año, pero elige cuándo está dispuesta a que sea el primero. Y
esta no sólo decidió hacerlo, sino que se adelantó a su tiempo: sus botones se
mostraron apenas iniciada la primavera. Esta vez decidió no esperar el verano.
La miro y veo toda su historia.
La veo viajando entre mujeres asustados, huyendo de y con sus miedos. La veo
estallando su belleza en la pobreza más pobre, y prosperando después de viajar
de nuevo. La veo multiplicarse en la casa de mis padres, y acompañarlos en sus
propias mudanzas, en las que no todo era nuevo. La veo reproducirse en las
mías, siempre presente, y me pregunto si también mi hermano tendrá sus propias
flores de nácar devenidas de aquella estirpe mendocina que zarpó de España en
otro siglo, del que ya pasó más de uno entero.
La miro y veo que la que floreció
no es cualquiera de las que hoy me acompaña. No es la nacida de alguno de los
brotes de las macetas del balcón, ni la que se expande más allá de la jarra de
vidrio reciclada. No: es la que crece en la tetera vieja. Esa que rescaté
cuando ya nadie la quería porque era la última sobra de un juego de té que
alguna vez había sido bello y ya ni siquiera era. La que ni tapa tenía, y sólo
conservé porque había sido de mi bisabuela. De la otra, la madre de la madre de
mi madre: la otra que vino de España huyendo del destino que las tradiciones,
la política y la pobreza habían elegido para ella.
Y allí florece la planta que una
de mis bisabuelas maternas trajo como único tesoro de la tierra de la que había
sido expulsada, sin sospechar que más de un siglo después crecería en la tetera
de la que había bebido una compatriota también transterrada –de otra clase
social, otra extracción política, con otras convicciones religiosas, pero
azarosamente hermanadas en el exilio y la pobreza- por entonces desconocida, y
que se convertiría en su consuegra.
Hermosa metáfora de lo que ha
florecido de mis bisabuelas.
Viviana Taylor