En memoria de Carolina
Viviana Taylor
La primera vez que la vi estaba
recostada, mirando la pared. No sé qué veían otros al mirarla. Pero yo sí sé
qué vi.
Era un ángel con todo lo que tiene
un ángel. Sus ojos podían encenderse de un modo muy especial. Y en ellos se
mezclaban la alegría con la tristeza, la risa con la pena, el miedo con la
esperanza. Eran ojos encendidos de vida. Ojos con una mirada llena de ternura.
Ojos que resistían.
Era un ángel con todo lo que
tiene un ángel. Y tan ángel era que hasta tenía alas. Alas incómodas, que no le
permitían recostarse sobre su espalda. Pero que no le estorbaban para abrazar,
para bromear, para acariciar el rostro de su madre, para besar a su marido. Ni
para llevar su carga.
Era un ángel con todo lo que
tiene un ángel. Un ángel que, aun cuando parecía que renunciaba, tomaba fuerzas
de donde fuese que se le llegaran. Fuerza de las ganas de volver a su casa para
estar con sus niños. Fuerza para comerse un flan que separó mi mamá de su
propia cena y que -aunque ya no quería comer porque a todo le sentía gusto a
nada- lo acabó sin protestar y con una sonrisa plena, sólo porque
se lo había dado ella.
No compartimos mucho tiempo. Si
no nos hubiese tocado estar allí, donde no queríamos,
seguramente no nos habríamos conocido.
Pero esos días -los más
profundos, intensos y trascendentes que recuerdo- atravesamos el desierto. Un
desierto en el que caminábamos muchos, cada uno llevando su dolor y tomando de
la mano a quien iba al lado, ayudándole a llevar su propio dolor. Dolores que dejaban de
sernos ajenos.
Un desierto donde, a pesar de
todo, compartimos bromas. Y nos reímos. Y nos contamos las vidas que teníamos y
nos esperaban afuera. Y donde, cuando el ángel y mi madre dormían -las camas
tan cercanas que hasta pudieron en alguna ocasión tomarse las manos- su madre y
yo caminamos largos pasillos durante interminables noches, sosteniéndonos
mutuamente y con esos otros que también emergían como
fantasmas cuando todo parecía estar dormido. Porque nadie sobrevive solo al
desierto. Ni se puede atravesar sin lazarillo el infierno.
Un día el ángel lució
radiante. Y sus ojos se limpiaron de sombras, brillando sólo con alegría. Y sus mejillas se pusieron
rosadas. Y se arregló el cabello más hermoso que pueda imaginarse. Y fue a su
casa, con su madre, su hombre, sus niños…
Mi madre permaneció unos días más,
hasta que se entregó a un profundo sueño.
Desde entonces mi madre descansa.
Hoy supe que el ángel fue a su encuentro. Las imagino mirándonos, un poco
apenadas por todos nosotros, pero seguramente bromeando con ese humor negro que
nos sostuvo por aquellos días.
Deben estar compartiendo un flan. Esta vez con
caramelo.
Viviana Taylor